
Cuando apenas han transcurrido unos meses desde la irrupción del
movimiento de los indignados ante la opinión pública, vale decir, desde
su visibilidad como fuerza emergente con vocación de intervenir en el
devenir del todo social, ya se puede ir esbozando un balance provisional
de los logros e impactos que está teniendo en la sociedad española.
Logros que, por ir adelantando ese balance, cabe calificar de cualquier
forma menos de epidérmicos. Máxime todavía cuando se trata de un
movimiento de tan corta existencia y, por añadidura, con un relajamiento
de su actividad durante el periodo estival, cuando la vida social y
política, la acción colectiva incluida, se ralentizan. En pocas
ocasiones en la historia contemporánea un movimiento social ha podido
presentar una cuenta de resultados tan jugosa de forma tan vertiginosa,
seguramente porque nunca antes la posibilidad de poner en movimiento
físicamente a comunidades virtuales ha estado tan al alcance de la mano
como desde el momento en que las nuevas tecnologías de la comunicación
posibilitan la movilización coordinada de forma prácticamente
instantánea. Pero ¿qué tipo de impactos se pueden apuntar ya los
indignados? Veamos los activos del balance, no sin antes dejar sentados
algunos preliminares.
Impacto no es lo mismo que éxito
Por arrancar con una clarificación terminológica, que es mucho más
que un ejercicio de estilo: hablaremos indistintamente de impactos,
logros, consecuencias o efectos del movimiento de los indignados, pero
ninguna de estas etiquetas conviene confundirla con un éxito. Y ello por
una sencilla razón: el éxito de cualquier movimiento guarda relación
con la consecución de los objetivos programáticos pretendidos,
explicitados. En el caso de los indignados, concurren varias razones que
nos previenen de hablar de éxito. En primer lugar, en estos meses el
movimiento no ha fraguado (ni tampoco ha pretendido hacerlo) una tabla
reivindicativa defendida por el conjunto de organizaciones reales y/o
virtuales que participan de él. La exigencia genérica de «democracia
real» figura en el frontispicio de las movilizaciones, algo que pasaría,
entre otras medidas esbozadas, por una reforma del sistema electoral
que hiciese de la democracia representativa española un reflejo mucho
más fiel de la pluralidad política de la sociedad (en la legislatura que
se cierra, al PSOE un escaño le «costó»
66.800 votos; al PP, 66.740; a IU, 485.000), así como por la
implantación de mecanismos de democracia directa como la celebración de
referendos y consultas ciudadanas que acercasen a la realidad ese
principio normativo que concibe la democracia como el sistema que pone
potencialmente la política al alcance de todo el mundo.
En ese «programa» de contornos difusos figura asimismo una serie de
medidas orientadas a la consecución de una justicia social en sentido
redistributivo que acote un darwinismo social rampante, entre ellas, una
subida impositiva a las grandes fortunas o el aumento de los impuestos a
los beneficios de las grandes empresas y, en particular, de los bancos.
Con todo, el movimiento parece rehuir la definición programática, esto
es, la formulación de medidas precisas, sabedor tal vez de que es más
sencillo sumar apoyos para la movilización a partir de una emoción de
valencia negativa como es la indignación, que hacerlo a través de una
concreción propositiva potencialmente divisoria de la base social
ideológicamente variopinta del movimiento, integrada por personas desde
reformistas hasta anticapitalistas pasando por ciudadanos que muestran
su hartazgo por la falta de expectativas sin recurrir para ello a un
marco ideológico en exceso elaborado.
Sea como fuere, aunque el movimiento fuese capaz de pergeñar una
batería de reivindicaciones concretas, su «éxito» habría que ponderarlo
después de poner en un platillo de la balanza lo exigido y en el otro lo
logrado. En sociedades democráticas, en las que a los actores sociales y
políticos se les supone una disposición al compromiso (o, lo que es lo
mismo, una renuncia a las verdades absolutas), resulta realmente
excepcional que movimientos sociales de una escala de movilización
considerable (en términos de gente movilizada) y sostenida hayan visto
instauradas sus exigencias tal cual, sin ser tamizadas, procesadas y
diferidas a un futuro más o menos lejano por el sistema representativo
de adopción de decisiones. No fue desde luego el caso, por ejemplo, de
las olas movilizatorias contra el uso de la energía nuclear a lo largo y
ancho del continente europeo en las décadas de 1970 y 1980, que, pese a
su carácter masivo, no alcanzaron ni a corto ni a medio plazo su
exigencia de cierre inmediato de las centrales nucleares (en Alemania,
por ejemplo, el movimiento antinuclear verá definitivamente satisfecha
esa exigencia… ¡en el 2020!; en otros países como España todavía no hay
fecha definitiva de parón nuclear).
Para terminar con esta precisión conceptual, cuando se aborda el
problema de los impactos de los movimientos sociales, de cualquiera,
siempre queda la duda de su trazabilidad. Es decir: que se produzca un
resultado concreto en el sistema político suele ser el resultado de la
confluencia de una serie de factores intervinientes de los que la acción
de los movimientos sociales es uno más, en algunos casos el decisivo,
en otros resulta intrascendente y, en la mayor parte de los casos, se
trata de un factor de relevancia imposible de determinar. Por ilustrarlo
con un ejemplo cercano: la supresión del servicio militar obligatorio y
de la prestación social sustitutoria en España en el año 2001 fue un
desenlace al que, sin duda, contribuyó el movimiento de objeción de
conciencia que venía protagonizando desde una década antes una
estrategia de desobediencia civil, la insumisión a ambas expresiones de
la conscripción. La consecuencia final, la profesionalización del
ejército, entraba en contradicción con el marco categorial del
movimiento, que se había propuesto como meta la abolición de los
ejércitos. Difícilmente, pues, cabía hablar de un éxito desde el punto
de vista de los objetivos definidos. Se podría, en todo caso, hablar de
un efecto no intencionado del movimiento. Pero hay más: la
profesionalización del ejército fue el fruto de un amasijo de factores,
entre los que destaca la disfuncionalidad de la conscripción universal
masculina en la era de la guerra tecnológica, en la que lo decisivo no
es tanto el número de reclutas como su cualificación. Que la supresión
de la conscripción en España no fue consecuencia únicamente de la
actividad del movimiento lo muestra el hecho de que otros países hayan
seguido ese mismo camino, si bien después que España (y en los tiempos
de implantación de la medida sí que se puede poner en primer plano al
movimiento), sin haber sufrido la presión desobediente de un movimiento
social que, por lo demás, gozaba de un notable nivel de simpatía social,
en particular en el País Vasco y Navarra.
Una movilización desde abajo que apunta hacia arriba
Las razones que explican la ocupación de las calles y plazas
españolas, con la Puerta del Sol madrileña convertida en epicentro y
símbolo de las movilizaciones, han sido ya lo suficientemente puestas de
manifiesto en multitud de análisis como para que a estas alturas sea
necesario abundar en ellas. Por expresarlo de forma resumida: las nuevas
tecnologías de la comunicación han servido de catalizador para que
sectores considerables y diversos de la sociedad hayan manifestado su
hastío movilizándose en la calle en una coyuntura de profunda crisis
económica que afecta, en cuanto al empleo, a uno de cada cinco
ciudadanos en edad de trabajar, y a alrededor del cuarenta por ciento de
los jóvenes que desean hacerlo. A los efectivamente movilizados y
movilizadas conviene añadir, como modo de calibrar en su justa medida el
grado de penetración del movimiento en la sociedad, que la expresión
difusa de simpatía hacia los movilizados y aquello que representan (tal y
como se desprende de los estudios demoscópicos disponibles al respecto
hasta la fecha, por ejemplo, el publicado en El País el 5 de
junio del 2011 o el estudio de opinión del Centro de Investigaciones
Sociológicas [CIS] del pasado junio, número 2905) es asimismo un activo
importante que da a entender (como por lo demás es el caso de toda
experiencia de acción colectiva, bien que en diferentes grados según el
caso específico) que su base social de apoyo es muy superior a la base
social efectivamente movilizada. Si el movimiento de los indignados ha
alcanzado el protagonismo político, social y mediático al que asistimos
es, desde luego, gracias a quienes han tomado la calle en ejercicio de
su condición ciudadana responsable. Ahora bien, sin el grado de simpatía
y el colchón social de apoyo entre la población general que los
análisis demoscópicos vienen poniendo de manifiesto, sin duda el alcance
de su impacto habría sido, estaría siendo, sustancialmente menor.
La respuesta neoliberal que la clase política dominante (la
gobernante y la que aspira a hacerlo) ha ofrecido, está ofreciendo, es
la otra cara indisociable de la crisis económica. Una clase política
esclerotizada, incapacitada para cumplir con una de las tareas que le
dan su razón de ser en una política democrática, cual es tomar el pulso
ciudadano y llevar sus inquietudes hasta la esfera resolutiva de la
política; una clase percibida crecientemente (si hacemos caso a esos
mismos estudios demoscópicos, como los realizados por el CIS)
más como parte del problema que de la solución; una clase, por
añadidura, socialmente desprestigiada al nutrirse demasiado a menudo de
individuos más preocupados por «vivir de la política» (echando mano del
bolsillo común, dado el caso) que de ofrecer lo mejor de sí mismos a la
cosa pública; una clase, en fin, incapaz de hacer valer su autonomía y
margen de maniobra frente a los poderes económicos y políticos globales.
Esa clase, decíamos, ha dado múltiples y reiteradas pruebas de su
incapacidad para arbitrar salidas a la crisis que no pasen por la
complacencia y sumisión a esa metonimia del poder económico que se ha
dado en llamar «los mercados». Su respuesta —percibe el movimiento y con
él muchos ciudadanos y ciudadanas— pasa por la capitulación ante el
aserto TINA, ese «there is no alternative» que
Margaret Thatcher elevó a la categoría de dogma en la década de 1980 y
que nunca ha dejado de estar de actualidad desde que el discurso
neoliberal y su imperativo desregulador consiguió presentarse como la
única respuesta posible ante las fluctuaciones del ciclo económico a
nivel nacional y global.
Al movilizarse guiados por una sensación de injusticia, por un
sonoro «¡no hay derecho!», esos mismos individuos, con la juventud como
tractor fundamental, pero ni mucho menos exclusivo, se toman en serio su
papel de ciudadanos activos (valga la reiteración; la condición de
ciudadanía implica la posibilidad, y conlleva la exigencia, de
intervenir en la vida social y política, bien sentado que colocando el
bien público en el frontispicio de su proceder) y optan por intervenir
en su destino colectivo con el principal recurso a su disposición: la
movilización del mayor número posible de forma sostenida en la esfera
pública. Puesto que en los foros representativos no pueden intervenir
porque ni es su espacio ni tampoco están legitimados para ello, y
quienes intentan hacer las veces de correa de transmisión de sus valores
e intereses son relegados a papeles testimoniales merced a una ley
electoral que hace al grande más grande, y al pequeño lo jibariza, al
actor-movimiento no le queda otra opción que la ocupación física y
simbólica de la calle. Se entabla así una dinámica de ejercicio de
influencia que constituye el principal vector de todo movimiento social,
también el de los indignados, en una esfera pública democrática. Una
influencia orientada, en sentido amplio, a domeñar unos mercados
desbocados, es decir, a poner la economía al servicio del interés común y
no a la inversa.
La influencia como eje
Dicha influencia desde abajo apunta a dos destinatarios: el sistema
político y la sociedad en general. Por un lado, el movimiento, en tanto
que parte de la sociedad civil, intenta influir en la toma de decisiones
por parte del sistema de autoridades (o, lo que para el caso viene a
ser lo mismo, orientarle en su indecisión) para que este último adopte
un curso de acción diferente al que hubiese tomado de no haber mediado
el movimiento. La influencia, nótese porque es lo que la distingue del
poder (y de la violencia), opera de forma simultánea en una doble
dirección: primero, insufla en el debate público unos argumentos
relativos al diagnóstico (y a la terapia) a las crisis económica y
política distintos a los ofrecidos desde el sistema de autoridades y sus
apoyos mediáticos y/o académicos; y segundo, los presenta de forma
pacífica en la esfera pública con el concurso de una nutrida cantidad de
ciudadanos. La alianza de estos dos factores lubrica el engranaje y da
sentido a una democracia que se quiera rica y dinámica.
Esta influencia, llamémosla política, será tanto más efectiva cuanto
mejor acompasados vengan ambos factores, es decir, la calidad de los
argumentos y el número de sus avalistas que tapen la calle. Cuando ha
transcurrido aproximadamente medio año desde su aparición pública, el
movimiento de los indignados puede arrogarse algunos logros de esta
naturaleza. Temas que antes de la irrupción del movimiento en la vida
pública permanecían orillados en el debate político (como el de la
reforma electoral) o que, en todo caso, parecían haber abandonado su
epicentro (como la política impositiva de los ricos y los bancos, la
regulación de los mercados o el desmantelamiento y mercantilización de
servicios públicos como la sanidad o la educación) han pasado a figurar
en el primer plano de la discusión política. A falta de éxitos
sustantivos, la capacidad de condicionar la agenda política, de
introducir esos temas relativos al bienestar colectivo hasta figurar en
el primer plano de la discusión pública (medios de comunicación, foros
representativos, etc.), es una primera consecuencia de la intervención
del movimiento de los indignados que merece la pena destacar. No es que,
por rescatar el problema de la trazabilidad, algunos de esos temas no
hubiesen figurado en la discusión pública en cualquier caso, pero
¿serían los mismos tanto el momento como la intensidad del debate sin la
intervención del movimiento?
Primera consecuencia, pero no la única. Por incipientes que sean, y
por difícil que resulte entrever su alcance, se adivinan asimismo en el
horizonte unos impactos del movimiento de los indignados que, quién sabe
(al tiempo), tal vez encajen en la categoría de «estructurales». Se
trata de ese tipo de impactos que implican una modificación del campo de
juego político gracias a la intervención de un movimiento social. Tal
vez resulte exagerado etiquetar como un impacto estructural la decisión
de un veterano parlamentario de Izquierda Unida, Gaspar Llamazares, que
había hecho pública hacía tiempo su decisión de no presentarse de nuevo a
las elecciones pero que, a la luz de la irrupción del movimiento de los
indignados, ha decidido reconsiderar su decisión y concurrir de nuevo a
las elecciones del 20-N. De lo que no cabe duda, porque así lo ha
confesado el interesado, es de que si el movimiento no hubiese visto la
luz, su dilatada trayectoria política en primera fila habría tocado a su
fin. Es probable, quién sabe, que haya ciudadanos que, como él, se
hayan sentido estimulados al compromiso partidista y hayan pasado a
integrar las listas de partidos minoritarios. Eso sería un impacto
difuso de imposible cuantificación, pero impacto real en todo caso, en
la medida en que aquellos no hubiesen procedido del mismo modo sin la
presencia de la indignación en la calle y del impacto en su vocación de
servicio público por medios más convencionales como es la concurrencia a
unas elecciones en las listas de un partido político. En este sentido,
tal vez el movimiento haya catalizado la repolitización de una juventud
demasiado a menudo contemplada como apática y desafecta de la política.
Se puede especular con otro impacto estructural más. Para ello habrá
que estar atento a los resultados electorales y a posibles alteraciones
de la estructura política, y comprobar si se ha producido una
reconfiguración del mapa político, en la medida en que unas fuerzas
minoritarias socialmente, pero ultraminoritarias en el Parlamento,
aumenten su representación electoral. Entonces sabremos si la
recomendación del movimiento a la ciudadanía de no apoyar con sus votos
al duopolio que protagoniza con mano de hierro la vida política
española, PSOE y PP, redunda en beneficio de
otras opciones, como IU. Si así fuese, y esta opción incrementase su
número de escaños, no sería del todo descaminado el pensar (de nuevo sin
perder de vista el problema antes señalado de la trazabilidad de los
efectos) que algo habría tenido que ver en ello el movimiento de los
indignados.
Tal y como hemos adelantado, hay otro tipo de influencia que se pone
de manifiesto en el ejercicio de comunicación que supone toda
movilización en la esfera pública. Es la que el movimiento ejerce en el
conjunto de la sociedad difundiendo sus planteamientos y atrayéndose la
simpatía y el apoyo de sectores más o menos significativos de la
población. Es importante llamar la atención sobre este pilar de la
influencia, digamos ahora que social, porque en última instancia también
es política en el sentido estrecho y convencional del término: en
sistemas democráticos los ciudadanos votan, y no en raras ocasiones lo
hacen en función del posicionamiento de los actores políticos en temas
traídos a colación por los movimientos sociales. La sensibilización
ciudadana, la pedagogía política iniciada en el caso que venimos
analizando por los indignados, hará que una cantidad de ciudadanos
imposible de cuantificar, pero en cualquier caso no despreciable, se
plantee su voto (o voto en blanco, o nulo, o abstención) en función de
lo que los partidos políticos que se someten al escrutinio tengan que
decir al respecto de la regeneración de la democracia o de la batería de
medidas para afrontar la crisis económica. La influencia social, desde
esta perspectiva, es también influencia política indirecta.
Además de los impactos inmediata y mediatamente políticos, hay un
tercer tipo de consecuencia de la actividad del movimiento que tiene que
ver con el impacto en la biografía de sus participantes más activos y
comprometidos. Ya hemos especulado con la posibilidad de que la
participación en el movimiento actúe en el caso de algunos individuos
como detonante para su implicación en la política formal, a través de
los partidos políticos. Fue el caso de muchos de los participantes en la
campaña Freedom Summer en la década de 1960, por la cual
diversos estudiantes norteamericanos se implicaron en la tarea de
convencer a los afroamericanos de algunos estados del sur de los Estados
Unidos para que se registrasen en el censo electoral, requisito previo
exigido por la ley electoral de aquel país. Décadas después de ese
periodo intenso de socialización política, los participantes en esa
campaña seguían comprometidos de diferentes maneras en la lucha por la
justicia social y racial en los Estados Unidos. Una experiencia intensa
de acción colectiva había condicionado su trayectoria vital. Otro tanto
puede decirse de los estudiantes franceses, alemanes, italianos,
estadounidenses o británicos que en 1968 y años posteriores desafiaron
los códigos culturales, sociales y políticos de sus sociedades; su
impacto todavía se deja sentir hoy en nuestras sociedades (y su esfuerzo
por erradicarlo: Merkel y Sarkozy protagonizaron hace dos legislaturas
sendas campañas arremetiendo contra la herencia «hedonista» e
«irresponsable» de sus respectivos achtundsechziger y soixante-huitards
). Eran, desde luego, otros los motivos tractores de la implicación en
la acción colectiva, otras las circunstancias, otros los momentos, pero
la pauta se repite: un intenso compromiso político marca un punto de
inflexión en la biografía de un individuo para quien, sobre todo si es
joven, tiene consecuencias durante toda la vida. El caso del movimiento
de los indignados bien podría entrar en este patrón para todos esos
jóvenes y no tan jóvenes que ocuparon durante semanas las plazas y
calles españolas. El movimiento —merece la pena consignarlo— dio pie a
la denominada Spanish Revolution, que ha servido de inspiración a luchas
con un trasfondo similar en países como Israel, Chile o Brasil.
Inspiración que, de momento, no ha sido suficiente para trascender el
ámbito nacional de movilización.
Una oportunidad aprovechada: ¿y dos?
Es indudable que, si de lo que se trataba era primero de atraer y
luego de mantener la atención política y mediática, el contexto de
oportunidad de las movilizaciones inauguradas el 15-M no podía ser más
propicio. El movimiento de los indignados se dio a conocer con ocasión
de una cita electoral en marzo pasado. La escala de su movilización
(miles de personas implicadas), la originalidad de la forma de acción
(acampadas en plazas públicas emblemáticas), la difusión geográfica
alcanzada (las principales capitales de provincia asistieron a una
acampada) y sus medios no convencionales, pero pacíficos, convirtieron
en mediático un fenómeno cuyas reivindicaciones la clase política no se
podía permitir el lujo de orillar en pleno periodo electoral, esto es,
el (¿único?) momento en que en toda democracia representativa se
lubrican los canales de comunicación entre políticos y ciudadanos. El
hecho de que a las elecciones del 22-M (locales, autonómicas en muchas
comunidades, forales en el País Vasco y Navarra) y las del 20-N
(Parlamento español) las separen seis meses representa una ventana de
oportunidad indudable para las movilizaciones, una vez constatado que la
receptividad de los políticos se acrecienta cuando sienten la presión
de la calle y que mantener el pulso de la movilización durante ese
periodo, ceteris paribus, es un objetivo factible.
No es que esa potencial receptividad por parte de una parte de la
clase política sea sinónimo de éxito sustantivo, pero al menos sirve
para poner en la agenda política temas de discusión que, a pesar de
preocupar a un sector considerable de la ciudadanía, son soslayados por
carecer de agentes políticos dispuestos a llevarlos a los foros
representativos, que son, también (abstracción hecha del mandato
imperativo en el seno de los partidos políticos), foros de debate.
Asistimos, pues, a una insatisfacción ciudadana creciente con la gestión
política de la crisis económica que, en un lapso de tiempo
relativamente breve, se ve convocada a las urnas y cortejada por unos
partidos que tienen como capital legitimatorio los votos de los
electores. Hay, habrá, partidos que cortejarán el movimiento e
intentarán incorporar a sus programas sus difusas reivindicaciones, como
muestra el caso de las propuestas de modificación de la ley electoral y
la política impositiva de las grandes fortunas y de los bancos lanzadas
en verano por el candidato socialista. La pregunta es: ¿las habría
hecho ese candidato sin la presión en la calle de los indignados?; ¿es o
no es entonces una consecuencia del movimiento el hecho de que los
programas para las elecciones del 20-N de partidos políticos como el PSOE o IU se estén elaborando con un ojo puesto en el pálpito de la calle expresado por el movimiento?
Son varios, pues, los impactos del movimiento en su corto periodo de
vida. Ha conseguido colocar en la agenda política temas que antes no lo
estaban; ha influido en los sectores políticos más progresistas, así
como en sus electorados; las movilizaciones llevadas a cabo hasta la
fecha han servido, están sirviendo, de espacio de socialización política
para cantidad de jóvenes. Ahora de lo que se trata es de avanzar un
paso más y traducir la influencia en éxitos sustantivos, porque eso es
lo que inspira y da sentido a cualquier experiencia de movilización en
la calle.
(*) Jesús Casquete Badallo es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la UPV/EHU.