domingo, 27 de mayo de 2018

Zaplana o la leyenda del intocable / Ignacio Camacho *

Quince años antes de que se inventaran las redes sociales, Eduardo Zaplana Hernández-Soro protagonizó de forma involuntaria una de las más veteranas «fakes news» de la política española. La frase «estoy en política para forrarme», que le ha perseguido durante toda su carrera, no es suya, aunque en las cintas del «caso Naseiro» –una primigenia trama de financiación irregular del PP– donde presuntamente figuraba dicha grabación apócrifa, sí se le escuchaba desasosegado por comprarse un coche de alta cilindrada. 

A Zaplana siempre le ha perseguido una fama de gusto por el lujo, por el tren de vida alto, por los trajes caros y los relojes de marca. Y, si las investigaciones de la UCO que esta semana le han conducido a prisión son acertadas, no sólo se lucró con la política sino que constituyó alrededor de ella un grupo de intereses que la juez del caso considera una auténtica trama.

Esa reputación de arribista es la causa de la nula sorpresa que su arresto provocó en su propio partido. Durante años, el expresidente de Valencia y exministro de Aznar ha estado en todas las quinielas de nombres relacionados con la corrupción del PP, si bien hasta ahora había salido ileso de pesquisas y sospechas. A su sucesor en la presidencia valenciana, Francisco Camps, enfrentado con él incluso antes de acceder al cargo, le irritaba sobremanera haber sido procesado –y absuelto–por un presunto regalo de trajes mientras su rival quedaba al margen de cualquier escándalo. 

Durante años circularon dossiers sobre Zaplana en redacciones y círculos políticos; ninguno de ellos, sin embargo, contenía material susceptible de situarlo ante la justicia, ni siquiera de ponerlo en apuros. Durante veinte años de fuerte exposición pública, y mientras muchos de sus colaboradores más inmediatos acababan procesados y condenados, Zaplana caminó indemne sobre las brasas de una nombradía dudosa sin que su honorabilidad quedase salpicada por hechos probados.

Ni silencioso, ni discreto

Y no fue el suyo un paso silencioso ni discreto por la política, en la que comenzó alzándose con la Alcaldía de Benidorm en una ruidosa moción de censura con tránsfuga incluida. Al frente de la autonomía valenciana, a la que dio un indiscutible impulso estructural que la situó al frente de las regiones de crecimiento más dinámico, tomó decisiones de riesgo como la creación de la Ciudad de las Artes y las Ciencias y el parque temático Terra Mítica. Como portavoz del último Gabinete de Aznar hizo frente –vestido con una célebre corbata negra–a las horas dramáticas del 11-M. Y como líder parlamentario del PP en la oposición, ya bajo el mando de Mariano Rajoy, dirigió la política de acoso a Zapatero que llevó al marianismo al doloroso fracaso electoral de 2008.

Nunca pasó inadvertido ni quiso hacerlo; se movía con un estilo bizarro, expansivo, que combinaba la agresividad contra los adversarios con unas excepcionales dotes de trato personal sobre las que cimentó curiosas relaciones transversales. Amigo de periodistas, empresarios de fuste, artistas como Julio Iglesias, líderes de opinión, y dirigentes rivales –en especial el socialista José Bono– se especializó en tejer complicidades políticas y mediáticas. 
 
 Fue capaz de pactar con los sindicatos como titular de la cartera de Trabajo, estableciendo fluidos lazos con el entonces responsable de CC OO José María Fidalgo, y hasta de acordar con Jordi Pujol uno de los asuntos más espinosos de su mandato autonómico: las normativización académica del valenciano, que reconocía mediante una alambicada perífrasis su unidad con el sistema lingüístico catalán. También fichó para su equipo al socialista Rafael Blasco, que acabaría en la cárcel tras haberle servido –a él y a Camps– en la construcción de la larga hegemonía del PP en la comunidad levantina.

Interlocución con Aznar

Ese eficaz entramado de relaciones, entre las que figuró durante bastante tiempo una interlocución de privilegio con Aznar, le permitió imponer de facto a Rajoy la línea estratégica de oposición al zapaterismo, caracterizada por la dureza, las movilizaciones sociales –contra el matrimonio homosexual, la negociación con ETA, etc– y el seguimiento de la teoría de la conspiración en torno al 11-M. Durante su primera etapa al frente del PP, el actual presidente del Gobierno no se sintió con fuerza para embridar la influencia de su portavoz, al que tardó cuatro años en descabalgar, aliado con Camps, para poder desarrollar su propia estrategia. 

Y aun así, Zaplana enredó todo lo que pudo a través de sus terminales en Valencia y Madrid, convirtiendo la presidencia de su sucesor regional en un calvario. Al final, menguadas sus escasas posibilidades de intriga tras la consolidación del liderazgo marianista, abandonó la política para ocupar un puesto de alto nivel en Telefónica, de la mano de César Alierta –otro de sus aliados más poderosos–, y dedicarse a la consultoría de empresas. Una actividad privada que, según la UCO, utilizó para dar salida a los capitales que acumuló durante su paso por la escena pública.

Un paso en el que jamás evitó que se trasluciese su gusto por los signos externos. La ropa impecable, bien cortada; los viajes en aviones privados; los paseos veraniegos en yate, los viajes costeados; los pisos en zonas señoriales de la capital, el vistoso chalé que construyó siendo alcalde de Benidorm. Su eterno bronceado y su tipo fibroso eran parte de un aliño personal impoluto al que otorgaba impronta de estilo con una simpatía personal seductora. 

Era el clásico encantador de serpientes, imbatible en las distancias cortas. Y se movía por la vida con el aire triunfador de lo que Tom Wolfe llamó un «amo del universo»: carismático, audaz, diligente, resuelto. También en el ámbito político, donde combinaba un caudillismo personalista con una enorme habilidad para el tráfico de favores y un toque visionario en la puesta en marcha de proyectos. 

Lo que la operación Erial ha revelado es que esa personalidad arrolladora y decidida también la utilizó –presuntamente– para crearse un patrimonio oculto a través de comisiones y mordidas durante su etapa presidencial. Su entorno sostiene que su afición al lujo, a la vida de alto standing, formaba parte de la construcción de una coraza que le blindaba ante el sinsabor de ciertos episodios personales, entre ellos la larga enfermedad de uno de sus hijos, que acabó falleciendo, y algunos avatares sentimentales. 

Correoso siempre, combativo y duro de pelar, se enfrentó recientemente al cáncer, a una leucemia cuyo riguroso tratamiento no le ha servido para evitar la cárcel. La mayoría de sus antiguos colaboradores –al menos aquellos con los que no acabó rompiendo– conservan de él un recuerdo irreprochable. Lo evocan como un líder indiscutible, con enorme capacidad de trabajo, desenvuelto, sociable. Ideológicamente ecléctico, pragmático, esponjoso, con un don especial para ganarse el favor de la calle.

Escurridizo, hábil...

Su habilidad para salir vivo de emboscadas políticas e indagaciones judiciales le creó una cierta aureola. Zaplana el escurridizo, Zaplana el incombustible, Zaplana el superviviente, Zaplana el hábil. Esta semana, ese halo de intocable acabó en una ruidosa detención celebrada por los enemigos que no habían logrado derribarlo. Su caída es la de uno de los últimos iconos del aznarismo, un paradigma de aquella época de prosperidad creciente, éxitos rápidos y fortunas fáciles. Y deja el doloroso barrunto, reforzado por indicios tan abrumadores como inquietantes, de que en efecto estaba en política –también–para forrarse.


(*) Periodista y ex director de Abc


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