sábado, 13 de agosto de 2011

¿Indignados o indignos? / Héctor Ghiretti *

Resulta inevitable asociar los acontecimientos que se vienen produciendo en el mundo árabe desde hace unos meses con la protesta de los jóvenes de Madrid y otras ciudades españolas. Una observación superficial nos haría concluir con aquel cruel sarcasmo francés: "Europa termina en los Pirineos".

Más allá de la peculiaridad española y sus diferencias con el resto de Europa resulta necesario señalar en qué medida son fenómenos similares o más bien se trata de meras apariencias.


Las manifestaciones populares y las protestas callejeras constituyen un tipo de acción pública que excede y/o cuestiona las vías institucionales establecidas de todo régimen. La política se hace con el cuerpo. Para conquistar poder y ejercerlo hay que "estar".


Esto es lo que no entienden aquellos que imaginan un futuro en el que la participación política se transformará radicalmente con la web, los teléfonos celulares o las redes sociales. Apenas se trata de medios de comunicación, altamente vulnerables, por otra parte, a operaciones de manipulación. ¡Hay algunos que todavía creen que las nuevas tecnologías de la comunicación realizarán finalmente la utopía de la "democracia directa"!


Antaño, una masa lo suficientemente grande podía terminar en saqueo, destrucción, defenestración del príncipe, linchamiento y ejecución sumaria, golpe de estado o anarquía. Podía someter personas o acciones a la aprobación o condena por simple aclamación. Bien manipulada, podía ser un arma terrible.


Esto es básicamente lo que ha sucedido en los países árabes. Las multitudes reunidas en El Cairo, Trípoli o Damasco poseían un potencial violento, a pesar de presentarse de forma pacífica. Por ese motivo, la reacción represiva de los gobiernos no se ha hecho esperar, más allá de la eficacia que haya tenido. De forma más o menos encubierta, detrás de las manifestaciones están las organizaciones del Islam radical.


Pero este tipo de acción política ha experimentado en el contexto de las democracias liberales y las sociedades de consumo una mutación fundamental. La violencia parece descartada tanto de parte de la acción de protesta como de su control, a cargo de la fuerza pública.


Es lo que sucede en la España de hoy. ¿Quién le teme a una masa pacífica y civilizada que ni siquiera se atreve a cortar el tránsito de una arteria principal?


En la sociedad de la información, la multitud callejera ha dejado de tener los efectos que poseía en épocas anteriores. Sólo impacta directamente en la opinión pública a través de los medios de comunicación.


Las manifestaciones pueden hacerse "desaparecer", reducirlas en número, cambiarles el motivo de convocatoria, convertirlas en nada. Sin fuerza ni capacidad de destrucción, la posibilidad de ignorarlas es mucho mayor. Gobierno y medios pueden "editar" el contenido. El potencial cosmético es casi ilimitado. Las nuevas tecnologías también están al servicio del poder.


Sin el poder ni la organización de los viejos sindicatos combativos o los partidos armados, sin el peligro propio de la turbamulta enfurecida, las manifestaciones pacíficas apenas tienen un valor testimonial reducido.


Ni siquiera puede decirse que expresen una crisis grave de la representatividad del sistema: en las últimas elecciones españolas se ha verificado un incremento en el número de votantes, el gobierno socialista viene herido de muerte desde hace tiempo y los populares se aprestan a ganar el poder en las próximas elecciones.


Neutralizado el potencial violento, desactivada la desobediencia civil, la acción de fuerza se convierte en reclamo inofensivo, reunión social, desfogue intrascendente, "radicalismo estético", tal como explicara Enrique Tierno Galván: pretenden enfrentarse al "sistema" y reclaman una democracia alternativa, pero terminan pidiendo más presupuesto y planes sociales. Son apenas una roncha pruriginosa en el cuerpo flácido de las sociedades opulentas.


"Indignados", se hacen llamar, definiéndose por el estado de ánimo que los domina. Con gran sentido de la oportunidad y dudoso acierto, Eduardo Galeano ha sostenido recientemente que el mundo se divide entre indignos e indignados. En realidad, se puede estar indignado y seguir siendo un indigno, que es la palabra que sirve para definir a quien no tiene mérito ni disposición suficiente para algo o alguien.


Es paradójico comprobar que el capítulo de "indignados" que parece tomar forma en la Argentina está compuesto por antiguos defensores y apologistas del "sistema". Su ingenuidad, su hipocresía y su nula capacidad autocrítica los convierten en otros indignos indignados.


Por sí solos, la indignación y el hartazgo apenas generan impotencia, frustración y tristeza. Para que las cosas cambien hace falta proyecto político y voluntad de poder. Hace falta amor. Hace falta esperanza. 

(*) Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Actualmente profesor en la Universidad de Cuyo y en otras universidades latinoamericanas. Miembro del Instituto Empresa y Humanismo 

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