jueves, 23 de mayo de 2013

Marruecos: La proeza de una transición tempestiva / Víctor Morales Lezcano *

No se ha inventado hasta el momento mejor vasodilatador en las crisis -políticas e internas- de un país que el consistente en dejar pasar un tiempo; ni corto ni largo, justo el necesario para que descienda la temperatura del calenturiento, y observarlo luego en un estado menos febril.

La monarquía en Marruecos es un signo de identidad histórico de curso legal ininterrumpido hasta la fecha. Los trece años de ejercicio real y hoja de servicios que tiene en su haber Mohamed VI son un corolario de la afirmación de partida. Ahora bien, lector, reflexionemos. ¿Quiere ello decir que la institución monárquica (por ejemplo, a partir de 1956, año de la independencia), ha actuado siempre con sabiduría, con virtud, como prefería escribir Montesquieu? 
en las crisis -políticas e internas- de un país que el consistente en dejar pasar un tiempo; ni corto ni largo, justo el necesario para que descienda la temperatura del calenturiento, y observarlo luego en un estado menos febril.

Pues parece haber consenso en torno al hecho de que la anexión del Sahara occidental al reino de Marruecos, si en un principio permitió al difunto Hassan II aglutinar voluntades y avivar fidelidades, se mostraría mutatis mutandis como causa generadora de no pocos “entuertos” con España y Argelia, esos dos vecinos territoriales y marítimos a los que está tan vinculado el país de los cherifes. En ocasiones, para bien de todos, aunque en otras haya sido en perjuicio de alguno de los tres actores. De causa sagrada para la patria, el Sahara occidental ha devenido una hipoteca difícilmente cancelable.

En los primeros meses del reinado de Mohamed VI, hubo ya “revuelos” -manifestaciones de descontento- en la población de origen saharaui que quedó incorporada a las ex provincias españolas de la costa frontera con Canarias, anexadas al reino de Marruecos. La obsesiva idea de volver a la normalidad, que caracteriza tanto la concepción del poder concebido en términos de centralismo autocrítico, acabó por prevalecer. O sea, cerrando en falso el asunto de marras. Años después (mayo de 2005) volvió a haber nuevas revueltas, siempre en la ciudad de El Aaiún, aunque en esta segunda ocasión el perfil independentista de aquellas manifestaciones se hizo muy visible. A veces a palos, y otras, con no menos despliegue de violencia, las fuerzas policiales acallaron la voluntad del sector más joven de la población saharaui. 

La regia promesa de recoger datos elocuentes del estado de esa población y del futuro de la (actualmente) provincia sahariana de Marruecos, se tradujo en la creación de un consejo (CORCAS), encargado de registrar las causas del descontento saharaui, a fin de paliar -si no erradicar- sus efectos más deletéreos. Es sabido, empero, que una cosa es predicar y otra dar trigo. Ni la corona ni el majzén que le es consustancial fueron capaces de enfrentarse a la realidad de los hechos: unos consejeros, unos “enviados” del rey o missi dominici, hicieron como si hubieran ido y regresado entre El Aaiún y Rabat con un informe fehaciente para iluminar el panorama social que Su Majestad les había encargado que esclarecieran. 

O sea, en vez de hacer un seguimiento fidedigno del recorrido histórico de la provincia sahariana anexada a Marruecos a partir de 1975-1976, Mohamed VI no ha ¿querido? ¿podido? seguir siendo el joven y esperanzador rey que accedió al trono en julio de 1999, sino que ha optado por dejar de parecerse a sí mismo para convertirse en un monarca constitucional, pero de derecho y legitimación divinos. De aquellos lodos han brotado ulteriores manifestaciones de descontento, una de las cuales desembocó en las revueltas del campamento de Gdeim Izik y en su aplastamiento inmediato por las fuerzas de siempre.

 Esta revuelta ha reavivado la polémica (internacional y nacional) sobre si el recurso al derecho de autodeterminación en las provincias saharauis del Reino sería preferible a configurar una región pionera en el ejercicio de sus libertades -y especificidades- dentro del Estado marroquí. Empecinado el majzén en maquillar repetidamente el codiciado objeto del deseo, no ha podido evitar que la primavera árabe (mejor dicho, la rebelión social de 2011 que estalló en Túnez y Egipto) haya repercutido en Marruecos -país supuestamente inmune al incremento de las corrientes salafíes y al impacto de un terrorismo de origen religioso a lo largo y ancho del orbe árabe-islámico-. 

Una vez más, la monarquía marroquí logró dar un pase de largo, con la aprobación de una constitución revisada al completo desde la atalaya institucional, aunque respetando el resultado de las elecciones que dieron el triunfo (relativo) al PJD que lidera Abdelilah Benkirán, dado que el Istiqlal y el antiguo partido comunista marroquí accedieron a un pacto de gobierno. Lo que no han conseguido ni el rey ni el majzén, sin embargo, es cautivar a las nuevas generaciones de saharauis durante casi los últimos cuarenta años transcurridos (1975-2013). A la vista están las recidivas manifestaciones de descontento, que no son estrictamente hijas de manipulaciones extranjeras.

Y es que, con el reiterado fracaso de la misión de Naciones Unidas (MINURSO) para sentar jurisprudencia censal en el Sahara occidental -fracaso del que es también muy responsable la cúpula del Frente Polisario-, lo que ha venido a suceder es la “jugada” consistente en amenazar sin tapujos el reino de Marruecos, con la aplicación comprobable de los principios que informan el respeto a los derechos humanos, tanto en las provincias saharianas como en los campamentos de saharauis que habitan territorio argelino.

Como no podía ser de otro modo, la petición de libertad para los presos políticos saharauis aprobada por el parlamento europeo en diciembre de 2012 vino enseguida a sobresaltar a Rabat, como si de una ¿coacción? ¿injerencia? ¿advertencia? se tratara.

No obstante el hecho de que el globo “onusino” se desinfló, el rey de Marruecos haría bien enfrentándose sin dilaciones al desafío de los tiempos, al que sí han plantado cara Túnez y Egipto de acuerdo con sus especificidades históricas y nacionales respectivas. Una nueva configuración territorial cuenta entre los grandes asuntos pendientes de plantear -y resolver- con visión de futuro moderna.

Como recientemente han sugerido Aboubakr Jamaï y Ali Anouzla desde Rabat, la incorporación del Sahara occidental al Estado marroquí procede hacerla cuanto antes, o antes de que sea tarde, dentro del marco de un proceso democratizador en el Reino. Es decir, en el marco de una transición de la monarquía constitucional de derecho divino a la monarquía parlamentaria, en cuanto emanación democrática del país y su gente. Esta transición sería la proeza del siglo en un mundo árabe agitado, en busca de su inserción adecuada en los tiempos que corren. ¿Por qué no podría Marruecos hacer tal proeza? Una respuesta feliz al desafío sentaría un precedente magistral en la historia contemporánea de la arabidad y del Islam.

(*) Profesor emérito de la UNED

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