Los defensores de las políticas de austeridad están de enhorabuena. El País apareció hace pocos días con un titular inquietante: Holanda considera inviable el bienestar.
Una aparente llamada a una vida de sufrimiento, que se aclaraba al
concretar que lo que su nuevo rey les había dicho a los holandeses era
que el Gobierno no podía seguir soportando el coste de los servicios
sociales que se integran en lo que se ha dado en llamar Estado del
bienestar y que debían prepararse para un porvenir de recortes y
privaciones.
Lo podrían haber completado con un estudio
del Congressional Budget Office norteamericano que advierte a su
Gobierno de que la inutilidad de los recortes del gasto que se están
realizando hoy, porque el problema real lo van a tener a partir del
2016, cuando los baby boomers nacidos en la etapa de rápido
crecimiento demográfico que se produjo entre 1945 y 1960 requieran los
servicios de atención médica y seguridad social que sufraga el
presupuesto. Sus cálculos conducen a anticipar que el déficit llegará a
ser de un 3,5% del PIB en el 2023 y de un insostenible 6,5% en el 2038.
La previsión de que los servicios sociales vayan a seguir siendo
desmantelados no parece un buen augurio para nuestras sociedades, que se
han empobrecido en los últimos años a medida que se reducía la masa
salarial que reciben los trabajadores. Lo cual vale para EEUU, donde
los salarios se han mantenido estancados o en descenso entre el 2000 y
el 2012 a pesar de que la productividad ha aumentado casi en un 25%;
vale para Gran Bretaña, donde un estudio de los sindicatos sostiene que
«desde hace 30 años la parte del ingreso nacional pagada como salarios
ha disminuido en favor de los beneficios».
Y vale igualmente para
España, donde la combinación del paro y del constante descenso de los
salarios está engendrando unos niveles de pobreza que no es necesario
consultar en las estadísticas, porque resultan cada vez más visibles en
la calle.
Lo que hay que hacer para frenar este empobrecimiento, que es la consecuencia de una desigualdad creciente, lo ha explicado Paul Krugman con
toda claridad: la única forma de conservar «una sociedad en la que los
ciudadanos comunes tengan una esperanza razonable de mantener una vida
decente, trabajando duro y ateniéndose a las reglas» es construir una
vigorosa red de seguridad social que se ocupe de la sanidad y que
garantice un ingreso vital mínimo.
Y esto, en un contexto en el que la
mayor parte de los ingresos van a parar al capital, solo puede hacerse
si los costes de esta red social se pagan con los impuestos sobre rentas
y beneficios. Esta es una parte fundamental del análisis de la
situación que nos ocultan los partidarios de la austeridad: si el coste
de los servicios sociales resulta insostenible es porque faltan los
ingresos que se deberían pagar y que son los que proceden de la
fiscalidad sobre las rentas financieras y los beneficios empresariales.
Para
resolverlo no basta con eliminar formas de delincuencia económica como
la evasión a paraísos fiscales o el blanqueo de capitales, con ser estos
muy importantes. El trabajo de investigación de The International
Consortium of Investigative Journalists, que les invito a consultar en
su web (icij.org), no solo nos descubre el gigantesco volumen del
tráfico de capitales, sino que nos ofrece nombres de financieros y
políticos que se benefician de él.
Pero hay una forma mayor y más
grave de evasión, totalmente legal, que es aquella de la que se
benefician las empresas que consiguen disminuir sus cargas fiscales
utilizando su influencia política. Un estudio de David Cay Johnston en The National Memo nos
muestra que en un año de buenos negocios como fue el 2010, las grandes
empresas norteamericanas -un grupo que concentra el 81% de todos los
activos de negocios- no pagaron como impuestos sobre sus beneficios el
35% que fija la ley sino tan solo un 16,7%, pese a haber aumentado sus
ganancias un 45,2%.
Esta es una de las bases en las que se asientan nuestros problemas. Emmanuel Saez,
el profesor de la Universidad de California que ha mostrado hasta qué
extremo ha llegado hoy el aumento de la desigualdad, no ha dudado en
concluir que esta es «un producto de la política del Gobierno».
Lo
cual debería llevarnos a la conclusión de que el remedio está en
nuestras manos: que somos los ciudadanos quienes debemos elegir entre
una sociedad del bienestar basada en una distribución más justa de los
beneficios, o seguir sufriendo la continuidad de las políticas de
austeridad vigentes, resignándonos a este estado de malestar en el que
vivimos, que va en camino de convertirse en un auténtico infierno.
(*) Historiador
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