Mañana es la Fiesta Nacional, y ya saben que en España no nos
conformamos con tener un día festivo, hacer algún pastel típico, ir al
campo o ver el desfile, como en otros países. Aquí la Fiesta Nacional es
una oportunidad para dar la nota con más visibilidad que de costumbre.
Salimos a polémica por fiesta. No hay año en que no tengamos algo jugoso
que contar de lo sucedido en el desfile, en la tribuna de autoridades,
en la recepción del Rey o en los corrillos con la prensa. Y este año, en
pleno crescendo españolista, más de uno tendrá la fecha marcada en rojo
(y gualda) desde hace semanas.
Ministros bocazas,
políticos de dedos rápidos en las redes sociales, militares henchidos de
amor a la patria, tertulianos camorristas, hoy es vuestra oportunidad,
pero tendréis que esforzaros para ganar un titular, porque el ministro
Wert dejó el listón muy alto hace dos días, y no descarten que sea él
mismo quien intente batir la marca hoy.
Mucho se
habla de la maniobra envolvente (de envolverse en la bandera) con que
Artur Mas se ha quitado de encima una parte de la contestación social a
sus recortes, subiéndose al carro del clamor de ciudadanos que no ven ya
futuro en el estado de las autonomías. Siendo ello cierto (tanto la
maniobra de Mas como el clamor ciudadano), no menos cierto es el intento
del gobierno español por tapar sus propias miserias con el paño
rojigualdo. Esta vez lo que hay que tapar es tan grande que no le daría
ni con la bandera king-size de Colón, pero ante buena parte de los
ciudadanos (y no sólo entre su electorado), el recurso al nacionalismo
español, azuzando la bicha catalana, suele dar resultado.
Sin embargo, cuando veo lo españolísimos que se ponen nuestros
gobernantes cada vez que alguien les toca su España, me recuerdan al
chuleta al que se le va la fuerza por la boca, que berrea a los
conductores y entra por la puerta de casa rebuznando, pero luego en el
trabajo es un animalito sumiso que agacha la cabeza y hasta hace la
pelota al jefe por mucho que este le explote.
Porque
si se trata de sacar pecho patriótico, donde de verdad hay que ponerse
español-español y defender este país no es en Barcelona, sino en Berlín,
en Bruselas o en Washington. No en los colegios catalanes, sino ante el
BCE, la Comisión y el FMI. No es con Artur Mas con quien hay que echar
el pulso para salvar España, sino con Merkel, Draghi y compañía. Ahí es
donde me gustaría ver al gobierno sacando pecho, remangándose,
sosteniendo la mirada y hablando con voz rotunda. Porque si el futuro de
España está en peligro no es por lo que decidan los ciudadanos de
Cataluña, sino por lo que decidan por nosotros en esas capitales.
Y en esos foros no vemos una defensa tan enérgica de España. Más allá
de fanfarronerías del tipo “no me han presionado para aceptar el rescate
bancario, en todo caso he sido yo el que he presionado” (equivalentes
al mismo chuleta de antes, cuando en la cena o en el bar dice que le ha
cantado las cuarenta a su jefe), no veo que el presidente y los suyos
planten cara a quienes desde fuera están poniendo en peligro nuestro
futuro.
Sin irse tan lejos, también en España hay
oportunidades para ser patriota y defender lo común. Podían probar a
ponerse igual de gallitos con todos esos evasores de impuestos cuyo
agujero fiscal, de no existir, dejaría el famoso déficit en calderilla. O
con todos esos corruptos, algunos en sus propias filas, que nunca
devuelven lo trincado. O poner en su sitio a todas esas grandes empresas
que a base de ingenierías contables acaban pagando menos impuestos que
cualquiera de nosotros.
Puestos a españolizar, antes
que a los niños catalanes bien podrían dedicarse a españolizar la banca
(pero de verdad, para crear una banca pública al servicio de los
ciudadanos, no para socializar pérdidas como hasta ahora), españolizar
sectores estratégicos y tantas cosas que se vendieron con alegría en su
momento y que tan bien nos vendrían hoy para tener más recursos con que
salir de esta.
Pero ya digo: el patriotismo de
nuestros gobernantes, su defensa de España, es la del que te atruena con
el claxon si tardas dos segundos en arrancar en el semáforo, o da las
órdenes familiares a gritos para que el vecindario sepa quien lleva
puestos los pantalones en esa casa. Pero luego, cuando se cruza con el
señor director, sonríe dulcemente, encorva la espalda y le desea un buen
fin de semana.
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