domingo, 10 de noviembre de 2013

Delenda est autonomía / Juan R. Gil *

El cierre de Canal 9, órgano de propaganda del PP, ha acabado en un circo, en el que algunos trabajadores han tomado una televisión que no es suya y Fabra ha demostrado que ni tiene mando en plaza ni sabría qué hacer con él si lo tuviera

La imagen que acompaña este texto ilustró la portada de Información el pasado día 7, cuarenta y ocho horas después de que el gobierno de la Generalitat decidiera el cierre de Radio Televisión Valenciana y los trabajadores tomaran el control de las emisiones y empezaran una programación non stop dedicada a airear las vergüenzas del ente, sin darse cuenta de que esas vergüenzas son también las suyas propias y las que nos sonrojan a todos. Aunque se conocieran, porque encima no están dando ninguna noticia: sólo confirmando lo que ya sabíamos.

El valor de la fotografía es lo nítidamente que recoge la confusión en la que estamos instalados. La joven alza una pancarta que se pregunta quién asumirá «la voz del pueblo». Pero es que lo que el Consell acaba de liquidar no es una televisión ni una radio públicas, sino el mayor aparato de propaganda, manipulación y censura puesto a disposición del PP con dinero público, que no es lo mismo. Y lo ha hecho porque a la fuerza ahorcan (pongan Montoro donde dice fuerza), no por ningún tipo de arrebato de convicción democrática.

Estoy dispuesto a apoyar la existencia de un canal público de calidad, riguroso e independiente del poder político. Y, además, es posible: ni siquiera hace falta irse al manido ejemplo de la BBC; basta, como exponía aquí Francisco Esquivel, con repasar los informativos que se hicieron en TVE durante la etapa de Zapatero, el único presidente que ha creído en el papel de servicio al ciudadano, y no al Gobierno de turno, que debe jugar una emisora pública. Pero lo que no voy a hacer es derramar una sola lágrima por el cierre de esa televisión que era el paradigma de la ignominia. Sería un ejercicio de hipocresía y de cinismo.

Canal 9 jamás cumplió sus objetivos fundacionales. Es humano pensar que tuvo tiempos mejores, y no negaré que a ratos los hubo, pero el mejor director que ha tenido, el único digno de ese nombre, Amadeu Fabregat, empezó el mismo día que ocupó su despacho a traicionar todo aquello por lo que se había creado esa televisión: ni le importó vertebrar (abrió con un centro espectacular para la época en Valencia, pero sin delegaciones en Alicante ni en Castellón), ni convertirla en un vehículo de potenciación del valenciano, ni buscó la calidad en su producción. 

Aún recuerdo un magnífico artículo publicado en este periódico por otro de los periodistas que me antecedieron en la dirección, José Ramón Giner, en el que denunciaba ya en los noventa cómo Canal 9, en lugar de servir de plataforma de expresión de la cultura valenciana con mayúsculas (que la hay, y muchas veces ha sido vanguardia), había apostado por la chabacanería más casposa y había logrado que el verdadero himno de esta comunidad fuera el «A guanyar diners» de Monleón.

Hubo manipulación política en la etapa de Joan Lerma. Claro que la hubo: desde el mismo día de las oposiciones, en la que algunos periodistas que no tuvimos ningún interés en trabajar en esa casa elaboramos a modo de juego una lista de aprobados en la que no fallamos ni un solo nombre. El que la manipulación fuera menor e infinitamente menos grosera que la que vino luego no significa que no existiera antes.

Luego llegó el PP. Primero el PP de Zaplana, que llevó el control político del ente a sus máximas cotas, conduciendo la televisión pública de la misma manera, exactamente, que se maneja en las dictaduras. Y más tarde, el PP de Camps, que no sólo mantuvo la bota sobre la programación, sino que a tenor de lo que después se ha ido sabiendo, también convirtió RTVV en una fuente de negocio para los amiguetes que acabó por quebrarla para los restos.

Sé que hay buenos profesionales en Canal 9. Pero más allá de ello, y del drama que significa que tanta gente sea condenada al paro, en términos de análisis político lo que no hay que olvidar es que ninguna dictadura puede sobrevivir sin colaboración. Por eso da tanta grima ver, ahora que es su callo el que pisan, como escribía en el artículo antes mencionado Francisco Esquivel, cómo algunos reclaman solidaridad a base de confesar su complicidad con todos los desmanes que se han cometido y que, de haberlos denunciado de forma colectiva y públicamente a lo largo de estos años, hubieran podido quizá salvar esa televisión.

El espectáculo final ha sido digno de la cadena que entre otras cosas pasará a la historia como la que inventó la telebasura. Con muchos periodistas travistiéndose en 24 horas de mercenarios en piratas que toman algo público y lo usan como si fuera suyo, sin sentir el más mínimo rubor cuando entrevistan a las víctimas de un accidente de metro del que no informaron o lo hicieron de la forma más tendenciosa posible, o exigiendo, no pidiendo, la firma en su defensa de importantes colectivos a los que jamás sacaron en pantalla. ¿Que cumplían órdenes? El juicio del 23-F ya dejó claro, antes de que Canal 9 naciera, que eso no es excusa. Y la más mínima conciencia ética tendría que llevar a muchos de esos trabajadores a defender sus legítimos derechos de otra forma menos ofensiva para quienes han sufrido durante años su respaldo activo a la tergiversación.

Como he dicho antes, una televisión pública y de calidad, que cohesione la Comunidad Valenciana, informe con rigor de lo que en ella ocurre y traslade lo que en ella bulle, es posible. Pero no es eso lo que quienes han retenido las cámaras planteaban. Eso sí hubiera sido una salida digna: contemplar a profesionales mostrar al público cómo puede hacerse otra televisión. Pero no he visto presentar proyecto alguno en ese sentido. Sólo sacar las uñas; no le han entregado la televisión a los ciudadanos, ni siquiera por unas horas, que eso sí que hubiera sido una revolución digna de apoyar: sólo los han utilizado de ariete.

Pero en política siempre hay dos planos: el factual, el de los hechos, y el simbólico. Y si la quiebra de Canal 9 no es culpa directa del Ejecutivo de Fabra, la forma de actuar de éste en las últimas semanas le condena sin redención. Un gobierno está para gobernar, no para lamentarse por las esquinas. El Consell de Fabra sabía a ciencia cierta que el Tribunal Superior de Justicia iba a anular el ERE por el que se despedía a mil asalariados. Ni supo hacer ese ERE correctamente y salvaguardando los derechos inalienables de los empleados, ni fue capaz de tener un «plan B» para cuando los jueces lo suspendieran. Resultado: caos. El golpe de mano de los trabajadores, respondido por un golpe de Estado de Fabra, en tanto que ha orillado todas las prescripciones legales y ha burlado a las Cortes nada menos que para alterar una ley, para retomar el control. Un circo, una vergüenza. 

El vicepresidente Císcar, encargado del asunto, se ha abrasado al punto de que difícilmente podrá ser ya recuperable. Pero Fabra ha vuelto a transmitir la imagen de que, no sólo no tiene mando en plaza, sino que tampoco sabría qué hacer si lo tuviera. Letal para el PP. Y mucho más mortífero si, como muchos se temen, a la vuelta de unos meses nos encontramos con que a Canal 9 la sustituye un contrato con algún grupo privado para seguir emitiendo propaganda, a un coste más asumible. Eso sería sumar, al oprobio, el escarnio.

Nadie habla en Alicante del cierre de Canal 9 como pérdida, puedo asegurarlo. Pero sí del escándalo que supone, en tanto es una muestra más de que aquí ya no hay gobierno. De que sólo hay unos señores que se dedican a tramitar, más mal que bien, las órdenes que desde Madrid les dan, y cuya propia existencia, por tanto, es tan cuestionable como la de la televisión. Y la cosa irá a más en los próximos días: cuando se sepa el coste real de la liquidación de la tele; cuando salga la sentencia de Carlos Fabra; cuando Camps vuelva a deponer en un banquillo, aunque sea como testigo; cuando el pelotazo del Caribe, que ahora ha entrado por la escuadra de la CAM, rompa la portería de Bancaja, que no olvidemos que dirigía otro expresidente de la Generalitat...

En la memoria del periodismo español hay un artículo, publicado en este mismo mes, pero en 1930, por José Ortega y Gasset, que está entre los inscritos en letras de oro. Se hizo famoso por su frase final, Delenda est Monarchia. Pero Ortega no quería dar a la frase el significado original que tiene en latín, el que bramó en el Senado Catón reclamando que se destruyera Cartago. Lo que en realidad quería plasmar, y por eso el titular era otro («El error Berenguer», a la sazón presidente de aquel Ejecutivo) es cómo las equivocaciones de Alfonso XIII y del gobierno que nombró estaban provocando, no la destrucción por parte de los ciudadanos, sino la autodestrucción del régimen por la incapacidad de sus principales dirigentes. 

No encuentro un ejemplo mejor de lo que aquí está pasando: cada día el error PP, más incluso que el error Fabra, va erosionando la autonomía hasta hacer de ella una tramoya falsa, pesada e irreconocible. Y lo peor es que no sabemos si eso es así sólo por la incapacidad de quienes la dirigen, o porque hay una firme voluntad desde Madrid de que la Comunidad Valenciana pase a ser también, como el artículo de Ortega, un apunte en la Historia.

El cierre de Canal 9, órgano de propaganda del PP, ha acabado en un circo, en el que algunos trabajadores han tomado una televisión que no es suya y Fabra ha demostrado que ni tiene mando en plaza ni sabría qué hacer con él si lo tuviera

La imagen que acompaña este texto ilustró la portada de Información el pasado día 7, cuarenta y ocho horas después de que el gobierno de la Generalitat decidiera el cierre de Radio Televisión Valenciana y los trabajadores tomaran el control de las emisiones y empezaran una programación non stop dedicada a airear las vergüenzas del ente, sin darse cuenta de que esas vergüenzas son también las suyas propias y las que nos sonrojan a todos. Aunque se conocieran, porque encima no están dando ninguna noticia: sólo confirmando lo que ya sabíamos.

El valor de la fotografía es lo nítidamente que recoge la confusión en la que estamos instalados. La joven alza una pancarta que se pregunta quién asumirá «la voz del pueblo». Pero es que lo que el Consell acaba de liquidar no es una televisión ni una radio públicas, sino el mayor aparato de propaganda, manipulación y censura puesto a disposición del PP con dinero público, que no es lo mismo. Y lo ha hecho porque a la fuerza ahorcan (pongan Montoro donde dice fuerza), no por ningún tipo de arrebato de convicción democrática.

Estoy dispuesto a apoyar la existencia de un canal público de calidad, riguroso e independiente del poder político. Y, además, es posible: ni siquiera hace falta irse al manido ejemplo de la BBC; basta, como exponía aquí Francisco Esquivel, con repasar los informativos que se hicieron en TVE durante la etapa de Zapatero, el único presidente que ha creído en el papel de servicio al ciudadano, y no al Gobierno de turno, que debe jugar una emisora pública. Pero lo que no voy a hacer es derramar una sola lágrima por el cierre de esa televisión que era el paradigma de la ignominia. Sería un ejercicio de hipocresía y de cinismo.

Canal 9 jamás cumplió sus objetivos fundacionales. Es humano pensar que tuvo tiempos mejores, y no negaré que a ratos los hubo, pero el mejor director que ha tenido, el único digno de ese nombre, Amadeu Fabregat, empezó el mismo día que ocupó su despacho a traicionar todo aquello por lo que se había creado esa televisión: ni le importó vertebrar (abrió con un centro espectacular para la época en Valencia, pero sin delegaciones en Alicante ni en Castellón), ni convertirla en un vehículo de potenciación del valenciano, ni buscó la calidad en su producción. 

Aún recuerdo un magnífico artículo publicado en este periódico por otro de los periodistas que me antecedieron en la dirección, José Ramón Giner, en el que denunciaba ya en los noventa cómo Canal 9, en lugar de servir de plataforma de expresión de la cultura valenciana con mayúsculas (que la hay, y muchas veces ha sido vanguardia), había apostado por la chabacanería más casposa y había logrado que el verdadero himno de esta comunidad fuera el «A guanyar diners» de Monleón.

Hubo manipulación política en la etapa de Joan Lerma. Claro que la hubo: desde el mismo día de las oposiciones, en la que algunos periodistas que no tuvimos ningún interés en trabajar en esa casa elaboramos a modo de juego una lista de aprobados en la que no fallamos ni un solo nombre. El que la manipulación fuera menor e infinitamente menos grosera que la que vino luego no significa que no existiera antes.

Luego llegó el PP. Primero el PP de Zaplana, que llevó el control político del ente a sus máximas cotas, conduciendo la televisión pública de la misma manera, exactamente, que se maneja en las dictaduras. Y más tarde, el PP de Camps, que no sólo mantuvo la bota sobre la programación, sino que a tenor de lo que después se ha ido sabiendo, también convirtió RTVV en una fuente de negocio para los amiguetes que acabó por quebrarla para los restos.

Sé que hay buenos profesionales en Canal 9. Pero más allá de ello, y del drama que significa que tanta gente sea condenada al paro, en términos de análisis político lo que no hay que olvidar es que ninguna dictadura puede sobrevivir sin colaboración. Por eso da tanta grima ver, ahora que es su callo el que pisan, como escribía en el artículo antes mencionado Francisco Esquivel, cómo algunos reclaman solidaridad a base de confesar su complicidad con todos los desmanes que se han cometido y que, de haberlos denunciado de forma colectiva y públicamente a lo largo de estos años, hubieran podido quizá salvar esa televisión.

El espectáculo final ha sido digno de la cadena que entre otras cosas pasará a la historia como la que inventó la telebasura. Con muchos periodistas travistiéndose en 24 horas de mercenarios en piratas que toman algo público y lo usan como si fuera suyo, sin sentir el más mínimo rubor cuando entrevistan a las víctimas de un accidente de metro del que no informaron o lo hicieron de la forma más tendenciosa posible, o exigiendo, no pidiendo, la firma en su defensa de importantes colectivos a los que jamás sacaron en pantalla. ¿Que cumplían órdenes? El juicio del 23-F ya dejó claro, antes de que Canal 9 naciera, que eso no es excusa. Y la más mínima conciencia ética tendría que llevar a muchos de esos trabajadores a defender sus legítimos derechos de otra forma menos ofensiva para quienes han sufrido durante años su respaldo activo a la tergiversación.

Como he dicho antes, una televisión pública y de calidad, que cohesione la Comunidad Valenciana, informe con rigor de lo que en ella ocurre y traslade lo que en ella bulle, es posible. Pero no es eso lo que quienes han retenido las cámaras planteaban. Eso sí hubiera sido una salida digna: contemplar a profesionales mostrar al público cómo puede hacerse otra televisión. Pero no he visto presentar proyecto alguno en ese sentido. Sólo sacar las uñas; no le han entregado la televisión a los ciudadanos, ni siquiera por unas horas, que eso sí que hubiera sido una revolución digna de apoyar: sólo los han utilizado de ariete.

Pero en política siempre hay dos planos: el factual, el de los hechos, y el simbólico. Y si la quiebra de Canal 9 no es culpa directa del Ejecutivo de Fabra, la forma de actuar de éste en las últimas semanas le condena sin redención. Un gobierno está para gobernar, no para lamentarse por las esquinas. El Consell de Fabra sabía a ciencia cierta que el Tribunal Superior de Justicia iba a anular el ERE por el que se despedía a mil asalariados. Ni supo hacer ese ERE correctamente y salvaguardando los derechos inalienables de los empleados, ni fue capaz de tener un «plan B» para cuando los jueces lo suspendieran. Resultado: caos. El golpe de mano de los trabajadores, respondido por un golpe de Estado de Fabra, en tanto que ha orillado todas las prescripciones legales y ha burlado a las Cortes nada menos que para alterar una ley, para retomar el control. Un circo, una vergüenza. 

El vicepresidente Císcar, encargado del asunto, se ha abrasado al punto de que difícilmente podrá ser ya recuperable. Pero Fabra ha vuelto a transmitir la imagen de que, no sólo no tiene mando en plaza, sino que tampoco sabría qué hacer si lo tuviera. Letal para el PP. Y mucho más mortífero si, como muchos se temen, a la vuelta de unos meses nos encontramos con que a Canal 9 la sustituye un contrato con algún grupo privado para seguir emitiendo propaganda, a un coste más asumible. Eso sería sumar, al oprobio, el escarnio.

Nadie habla en Alicante del cierre de Canal 9 como pérdida, puedo asegurarlo. Pero sí del escándalo que supone, en tanto es una muestra más de que aquí ya no hay gobierno. De que sólo hay unos señores que se dedican a tramitar, más mal que bien, las órdenes que desde Madrid les dan, y cuya propia existencia, por tanto, es tan cuestionable como la de la televisión. Y la cosa irá a más en los próximos días: cuando se sepa el coste real de la liquidación de la tele; cuando salga la sentencia de Carlos Fabra; cuando Camps vuelva a deponer en un banquillo, aunque sea como testigo; cuando el pelotazo del Caribe, que ahora ha entrado por la escuadra de la CAM, rompa la portería de Bancaja, que no olvidemos que dirigía otro expresidente de la Generalitat...

En la memoria del periodismo español hay un artículo, publicado en este mismo mes, pero en 1930, por José Ortega y Gasset, que está entre los inscritos en letras de oro. Se hizo famoso por su frase final, Delenda est Monarchia. Pero Ortega no quería dar a la frase el significado original que tiene en latín, el que bramó en el Senado Catón reclamando que se destruyera Cartago. Lo que en realidad quería plasmar, y por eso el titular era otro («El error Berenguer», a la sazón presidente de aquel Ejecutivo) es cómo las equivocaciones de Alfonso XIII y del gobierno que nombró estaban provocando, no la destrucción por parte de los ciudadanos, sino la autodestrucción del régimen por la incapacidad de sus principales dirigentes. 

No encuentro un ejemplo mejor de lo que aquí está pasando: cada día el error PP, más incluso que el error Fabra, va erosionando la autonomía hasta hacer de ella una tramoya falsa, pesada e irreconocible. Y lo peor es que no sabemos si eso es así sólo por la incapacidad de quienes la dirigen, o porque hay una firme voluntad desde Madrid de que la Comunidad Valenciana pase a ser también, como el artículo de Ortega, un apunte en la Historia.

(*) Director del diario Información, de Alicante