Hace poco más de un mes asistí en Madrid a varios debates entre intelectuales, políticos, empresarios y ciudadanos del común. A pesar de reunir muy diferente y variopinta asistencia, en todos ellos tuve ocasión de comprobar el singular sentido de ánimo de la sociedad capitalina (creo que la española en general) ante lo que podríamos llamar, parodiando a Kundera, la insoportable levedad del devenir de España. Dos de esos actos estaban relacionados directamente con la recuperación de la memoria colectiva. Uno fue organizado por la Asociación de Defensa de la Transición y el otro, por la Fundación Fernando Abril Martorell, que otorgaba el Premio de la Concordia a Antonio Muñoz Molina. Salvo el incombustible Enrique Múgica y yo mismo, creo que prácticamente no hubo coincidencias entre los presentes en ambas ocasiones. Sin embargo, resultaron tan evidentes la convergencia de actitudes y lo similar de las preocupaciones allí expresadas, que bien puede entenderse que reflejaban un verdadero estado de opinión. Gentes de derechas, de centro y de izquierdas, antiguos comunistas y viejos franquistas arrepentidos, católicos fervientes y ateos recalcitrantes, mujeres, hombres, profesores, jueces, militares, diputados, periodistas e intelectuales, reclamaban, con la serena parsimonia de su experiencia y la firmeza de su convicción, una recuperación del consenso y el pacto como únicas vías para salir del agujero en el que parece hundirse la sociedad española.
Por los mismos días me reuní en un par de escuelas de negocios con jóvenes empresarios y directivos, la mayoría de ellos bien instalados, y con otros profesionales y universitarios víctimas del paro, algunos de ellos ocasionales pero frecuentes visitantes, como tantos ciudadanos, de la acampada de los indignados en la Puerta del Sol. Eran gentes nacidas en los años setenta y ochenta, algunos más jóvenes aún, cuyos puntos de vista no divergían mucho de los de la generación de sus padres y coincidían en una expresión de simpatía hacia el movimiento del 15-M, por más que algunos se sintieran molestos por la invasión de la vía pública.
Todo ello me sirvió para comprobar la existencia de un creciente malestar que no conoce fronteras ideológicas, generacionales ni de clase social. Puede pensarse que cuanto nos sucede se resume en la profundidad de la recesión económica y la atribulada gestión de la misma. En muchos países europeos, los Gobiernos y los partidos que les sustentan vienen siendo contundentemente desalojados del poder central o local por los electores, en busca de una alternativa posible que mejore la vida de los ciudadanos. Pero la crisis no es solo económica, aunque sus efectos sobre el aumento del paro y el descenso de nivel de vida de las gentes sean los más inmediatos y dolorosos, sino también política y de convivencia. Es además sistémica no únicamente en lo financiero, sino que afecta de lleno al modelo de organización social y al desarrollo individual y colectivo de las gentes. El descontento español, griego, islandés o portugués, ahora italiano también, anida con diferentes expresiones en muchas otras latitudes, y en el norte de África y Cercano Oriente comienza a cuajar en guerras civiles larvadas, o no tan larvadas, como las de Libia y Siria. La falta de liderazgo, en ocasiones capaz de afirmarse solo por la fuerza, la resistencia al cambio de quienes ocupan posiciones establecidas y la inflexibilidad de la respuesta frente a un mundo en continua ebullición, no harán sino prolongar la decadencia de una realidad insostenible.
Nos enfrentamos, desde luego, a problemas globales, por lo que las soluciones lo tienen que ser también. Pero la expresión local de unos y otras evidencia las carencias del Estado-nación a la hora de enfrentar estas cuestiones. Eso explica la deriva hacia el populismo de tantos líderes políticos, dispuestos a deslizarse sin mayores cauciones por la senda del proteccionismo comercial, la xenofobia racista y la insolidaridad. El cortoplacismo, atizado por la frecuencia de comicios de todo tipo y las urgencias de las campañas electorales, caracteriza la mayoría de las decisiones de los dirigentes occidentales, que no entienden su incapacidad de competir con algunas sociedades emergentes en las que el calendario -como en el caso de China- corre a diferente velocidad que en el resto del mundo.
Sobresale el distanciamiento entre la clase política y los ciudadanos, no solo en los regímenes dictatoriales o autoritarios, sino en democracias más o menos consolidadas. Los acampados en las plazas protestan contra el sistema sobre todo por haber sido excluidos de él. Están contra los partidos, los sindicatos, los banqueros y... los periódicos, o los medios de comunicación en general. A todos se mide por el mismo rasero, como integrantes de una casta reacia a propiciar los cambios que la gente demanda. A todos se les reprocha ignorar que las nuevas tecnologías de la comunicación han empoderado a los pueblos más que algunas de las instituciones democráticas que rigen la vida de los países. Y en todos los casos aspiran a más participación ante lo que consideran el fracaso de la representación política. Los reclamos de reforma de la ley electoral, o contra la presencia de imputados en las listas, se basan en la percepción, desde mi punto de vista acertada, de que los representantes no nos representan, o lo hacen cada vez menos. No digo esto a la búsqueda de alguna popularidad que no merezco entre los nuevos levantiscos. Hace un cuarto de siglo, en mi libro El tamaño del elefante, escribía: "No es ya el Parlamento el que controla al Gobierno, sino el Gobierno el que controla a la mayoría parlamentaria, la diseña de antemano.... Y de acuerdo con los sondeos electorales, la domestica, la manipula y utiliza... Una reforma de todo el sistema de representación política en España es necesaria si se quiere que la democracia avanzada que la Constitución define se haga efectivamente realidad". A partir de aquella fecha, los problemas no han hecho sino empeorar en ese terreno. Ahora se ven agudizados por la profundidad de la crisis, la destrucción de empleo, la falta de horizonte de las nuevas generaciones y la perplejidad e irritación que producen ver a los dirigentes políticos disputarse el poder por el poder, reproduciendo promesas que nunca se cumplen y rindiendo tributo a una demagogia persistente e inútil.
Algunos comparan las revueltas juveniles de ahora con los acontecimientos de Mayo del 68. La escenografía es en parte similar, con esas chicas ofreciendo flores a los robocops policiales, remedando imágenes de una época en la que los manifestantes entonaban el haz el amor y no la guerra. Pero pese a la idílica utopía del movimiento hippie, Mayo del 68 acabó siendo violento, y mayo del 2011 apenas lo ha sido. Las revoluciones han perdido prestigio y habrá que esperar a ver en qué desembocan los acontecimientos del norte de África para saber si son capaces de recuperarlo. En el entretanto, conviene no desdeñar el significado de las protestas. No es solo la representación política lo que está en entredicho, sino un entramado institucional anquilosado y clientelista que sume a los ciudadanos en la desesperanza y el desasosiego.
Por lo mismo, hace años que deberíamos haber encarado una reforma constitucional que actualizara la gobernación de este país. Una reforma capaz de instaurar un Estado federal moderno, culminando y corrigiendo el proceso de las autonomías, que cuestione la provincia como distrito electoral y establezca las prioridades para las próximas generaciones de españoles. Un programa así exige no solo un liderazgo del que hoy carecemos, sino una voluntad de acuerdo en la política que permita abordar también, de manera urgente y eficaz, la reforma del sistema financiero y la modernización de las relaciones laborales, sin lo que será imposible dinamizar la economía y generar puestos de trabajo. Pero mientras el país confronta la amenaza de ruina, se desvanece la cohesión territorial y aumentan los conflictos sociales. La pérdida de confianza en la gestión del actual presidente del Gobierno es clamorosa dentro y fuera de España. Es imposible suponer que de una legislatura como la que hemos padecido se derive ya ninguna de las soluciones que los ciudadanos reclaman. El deterioro preocupante del partido en el poder amenaza con desequilibrar el futuro inmediato de nuestras instituciones políticas. Y aunque su recién estrenado candidato ha procurado, con éxito inicial, devolverle la esperanza, no es imaginable que acuda a los próximos comicios sin un congreso previo que restaure su maltrecho liderazgo y diseñe un proyecto que le permita recuperar al electorado y elaborar los pactos que el futuro demanda. Para que todo eso suceda, José Luis Rodríguez Zapatero debe de una vez por todas abandonar su patológico optimismo y renunciar al juego de las adivinanzas. Los titubeos, las dudas y los aplazamientos a que nos tiene acostumbrados son la peor de las recetas para una situación que reclama medidas de urgencia. Su deber moral es anunciar cuanto antes un calendario creíble para el proceso electoral. Solo así podrán los españoles soportar la levedad del ser.
(*) Periodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario