La primera comparecencia en el Congreso de los Diputados de Luis María Linde, nuevo gobernador del Banco de España (BdE) por la gracia de Luis de Guindos,
tiene dos lecturas bien diferenciadas que, desde un punto de vista
crítico, podrían resumirse en la anécdota de la botella medio vacía o
medio llena. Me explico. En una situación de normalidad, tanto económica
como política, del país llamado España, la intervención del nuevo
mandamás del caserón de Cibeles podría ser merecedora de no pocos
elogios, en tanto en cuanto abordó una revisión crítica de la actuación
de su antecesor en el cargo, el tristemente famoso Miguel Ángel Fernández Ordóñez (MAFO).
Dada, sin embargo, la situación de emergencia nacional que vivimos, las
palabras de Linde suenan tibias y clamorosamente insuficientes.
MAFO, en efecto, no puede pretender cerrar el bucle
de su demoledor paso por el BdE con una mera reprimenda moral o
profesional. No se puede ir como si tal cosa. El daño que, por activa o
por pasiva, ha causado al sistema financiero español con sus errores y
fallos in vigilando se ha traducido al final en un rescate a la
banca cuyo resultado final está por ver, pero que muy probablemente
termine en una intervención de España y su deuda soberana, incapaz de
atender sus compromisos de pago. Un daño cuantificable, medible en
términos de paro, sacrificio y miseria colectiva para muchos españoles.
Pérdida de nivel de vida para todos.
Es verdad que no es el único culpable. Es cierto que, a partir del año 2002, el señor Aznar,
en lugar de dedicarse a bodas escurialenses y guerras varias, tendría
que haber proseguido con las reformas estructurales que tan buenos
réditos le dieron en su primera legislatura, obligando, además, a su
ministro de Economía, el señor Rato, a tomar medidas
tendentes a enfriar una economía que ya empezaba a mostrar peligrosos
signos de recalentamiento. Luego nos cayó en suerte un solemne
irresponsable que, encantado de hallarse a lomos de la burbuja
inmobiliaria, nunca imaginó que aquello podía terminar por explotar. Lo
sabía, sí, porque conocía la asignatura y además era su obligación, el
ministro Solbes, uno de los grandes culpables del
desastre que nos ocupa, un tipo que ahora anda desaparecido en combate,
escondido, y también su sucesora, Elena Salgado, aunque resulte difícil a
estas alturas imaginar en esta señora a una ministra de Economía.
Nadie, sin embargo, con el grado de responsabilidad
en lo ocurrido de Fernández Ordóñez. Porque disponía de un Estatuto de
Autonomía y tenía a sus órdenes instrumentos bastantes para mantener la
eficacia y disciplina del sistema. Mandaba sobre la policía del
sistema, la dirección general de Supervisión a cuyas órdenes trabajan
los antaño temidos inspectores del BdE, a quienes en numerosas ocasiones
en estos años se cerró el paso, se censuró o tapó informes y, en
definitiva, se cortó las alas para que no pudieran molestar a los
poderes fácticos de la cosa, encarnados fundamentalmente en el Banco
Santander, cuyos rectores han sido los que han cortado el bacalao en el
caserón de Cibeles. MAFO dejó el timón en manos de su segundo, Javier Aríztegui,
y se dedicó a perorar de pascuas a ramos sobre la reforma laboral y
similares, mientras bancos y cajas hacían de su capa un sayo
entregándose, gracias al dinero abundante y barato que corría por los
mercados financieros, a una orgía de riesgos inmobiliarios que ha
terminado con los balances de las entidades agujereados como si de un
queso Gruyère se tratara.
Prototipo de alto funcionario que no cumple con su deber
Es cierto que ocupar puestos públicos de relumbrón ha
sido en España una lotería a la que, a pesar de los modestos sueldos
que se pagan en la Administración en comparación con el sector privado,
ha jugado mucha gente ansiosa de poder e influencia, a sabiendas de que,
lo hiciera bien, mal o regular, no había ningún riesgo en el desempeño
del cargo, ninguna obligación de dar cuentas a la hora de abandonarlo,
excepción hecha de alguna que otra crítica en los medios de
comunicación. Ordóñez es el prototipo de alto funcionario que, una vez
en el sillón, hace clamorosa dejación de su responsabilidad en el
ejercicio de ese cargo, en este caso la dirección del BdE. No cumple con
su deber. También él sabía de sobra la asignatura -si bien es cierto
que nunca fue un financiero stricto sensu-, y porque conocía la materia que tenía entre manos su culpa en el desastre ocurrido es mayor.
Decir, por eso, que “hay que reconocer que no tuvimos
éxito en lo que llamamos supervisión macroprudencial”, es decir muy
poco, en realidad no es decir nada. “No nos enfrentamos con la decisión
que ahora, entendemos, habría sido necesaria al gran aumento de nuestro
endeudamiento y, después, a la contención y corrección del fortísimo
deterioro en los balances bancarios, consecuencia del estallido de la
burbuja y la recesión”, añadió ayer Linde, para concluir que “se actuó
con poca decisión o de modo insuficiente o inadecuado”. No, señor
gobernador: su antecesor en el cargo actuó de forma temeraria y culposa,
y ese comportamiento es en buena medida responsable del drama que hoy
vivimos como país.
Lo ocurrido en la institución encargada de velar por
la salud del sistema financiero no se puede, pues, describir o despachar
con un puñado de palabras diplomáticas, como si fueran un ramo de
amapolas cogidas al azar al borde del camino. Algunos de los
responsables de las tropelías cometidas en bancos y cajas van a terminar
sentándose en el banquillo de los acusados, sometidos al veredicto de
la Justicia. Es una exigencia popular a la que ni éste ni ningún otro
posible Gobierno futuro van a poder dar esquinazo. Sería inconcebible,
además de inaceptable, que el responsable del desaguisado, o uno de los
más importantes, se fuera de rositas.
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