Recordamos de nuestra infancia la escena del comienzo de la película
Mary Poppins. A un niño londinense parecen negarle la entrega de un
penique en un banco, lo que desata el conocido pánico bancario al
extenderse por todo Londres la noticia de que el banco no tiene los
fondos depositados allí por sus clientes, esos fondos cuya protección se
esgrime por la extensa legión de plumas mercenarias que se apresuran en
justificar la llamada ´intervención´ en Bankia con fondos públicos.
Existe
un profundo desconocimiento en el común de los mortales de lo que es el
dinero, por ello debemos aclarar que de toda la masa monetaria
circulante por el mundo, nueve décimas partes no son dinero en metálico,
sino un simple apunte contable en el banco, de forma y manera que si
usted deposita en él 100.000 euros, éste puede disponer de 99.000 euros
prestando esa cantidad una y otra vez, hasta una media de cincuenta
veces. Ese porcentaje que no pueden prestar es lo que se conoce
oficialmente por coeficiente de caja, actualmente fijado en el 1% por el
Banco Central Europeo (BCE), que lo redujo en enero de 2012 del 2% al
1% para que circulara mas el dinero y consecuentemente para menores
garantías de los impositores. Es decir que por cada euro depositado en
metálico en el banco, éste pone en circulación cincuenta euros que sólo
existen sobre el papel.
Naturalmente, este fenómeno, que genera
una expansión crediticia, lleva a la conclusión de que el dinero no
existe tal como la gente cree. Los bancos, razonando como un actuario de
seguros, llegan a la conclusión matemática de que apenas existe la
posibilidad de que todo el mundo retire los fondos a la vez. Pero si
bien casi todos los cisnes son blancos, no se excluye que exista uno
negro, por la sencilla razón de que tales cisnes existen; ese cisne
negro que la semana pasada estuvo a punto de aparecer en el estanque
fétido de las finanzas españolas.
Por eso, el llamado Fondo de
Garantía de Depósitos, es simplemente un mito legal para tranquilizar a
la gente y a la vez una excusa para justificar que la inyección de
dinero en los bancos o cajas al borde de la quiebra es un medio de
proteger a los ahorradores. F. D. Roosvelt tenía bien claro que con la
excusa de los depósitos los bancos mantenían de rehén al Estado Federal,
que para proteger los depósitos de la gente tenía que salvar a los
bancos de sus inversiones desastrosas, como aquí ahora. Este fenómeno
siempre actúa del mismo modo y ha sido extensamente estudiado por
acreditadas escuelas de economistas. Como los bancos, prestando una y
otra vez sin que exista un respaldo de ese dinero a través del oro en
sus tiempos o del ahorro real en estos momentos, generan una serie de
señales o estímulos que los empresarios tienden a aceptar como buenos,
invirtiendo en proyectos sin viabilidad económica cierta, se crea una
burbuja (en tiempos, los tulipanes holandeses, la construcción en
Florida, ahora la promoción inmobiliaria en España), que inevitablemente
estalla, generando una crisis económica con recesión o depresión y
finalmente una estabilización presupuestaria.
Son los bancos y no
los empresarios los responsables del desastre, pues eran aquéllos los
que tenían necesidad de expandir sus actividades lejos de la banca
tradicional. Para muestra, un botón. En 1995, el señor Botín se lleva
del brazo al señor Aznar a la Conferencia Hipotecaria de Londres; a la
vuelta, el señor Arias Salgado ya tiene preparada la reforma de la Ley
del Suelo para decir que todo es urbanizable salvo excepciones, y no al
revés. Los bancos empiezan a prestar a la gente que no ahorra sino que
se endeuda, y todo va como la seda. Los políticos, como las arcas
públicas cobran impuestos por esa actividad frenética, tan contentos,
empiezan a dilapidar el dinero en proyectos inviables y ruinosos; los
contratistas de obras y los promotores inspiradores de esa política y
beneficiarios de ella aparecen en el Forbes, pues se les adjudican las
obras inútiles o se les financia por los bancos, con la garantía de las
acciones propias, el desembarco en compañías extrañas a su objeto social
(Repsol-Sacyr, Iberdrola-ACS, etc) y además se modifica la Ley de
Sociedades Anónimas para permitirles el asalto a la compañía (enmienda
Florentino, a voz en grito en el Congreso, a través de un diputado
socialista, con carta previa de recomendación del señor Aznar a todos
los diputados del Grupo Popular que estaban renuentes).
Mientras,
una extensa legión de plumas mercenarias llevaba tiempo caldeando el
ambiente con hondas conferencias sobre la necesidad de liberalizar el
suelo, con el loable y sincero propósito de «abaratar el precio de la
vivienda» (Solchaga, Fuentes Quintana y muchos otros), cosa que
obviamente no consiguen, pues entre otras cosas olvidan que si los
dueños del suelo son mayoritariamente los bancos no existe concurrencia
real y no hay razón alguna para bajar los precios; al revés, lo retienen
todo lo posible.
Pero sigue la fiesta y los legisladores
regionales, como papagayos, imitan y superan la Ley del Suelo del
Estado, estimulados además por un disparatado Tribunal Constitucional,
que en plena borrachera autonomista destroza el derecho de propiedad
entregando su gestión a la recua de concejales y funcionarios
municipales, cuyo resultado a la vista está.
Antes de todo esto,
al otro lado del Atlántico, donde se deciden las cosas de verdad entre
Paulson, Blankfein y otros, el presidente Clinton, en los escasos
momentos de lucidez que le proporcionaba dejar de ser succionado por
Mónica, pero pérfidamente influido por Greenspan y otros, había
promovido la derogación de la Ley Glass-Steagall que prohibía desde la
Gran Depresión mezclar las actividades de la banca comercial con la de
inversión, pues como ya había espetado F. D. Roosvelt a J. P. Morgan,
«ustedes pueden ser un banco comercial o de inversión pero no las dos
cosas a la vez». Consecuencia de esta derogación es la rimbombante Ley
de Modernización de los Servicios Financieros, que ahora permite mezclar
las actividades comerciales y de inversión, permitiendo entrar a los
banqueros en la gerencia de empresas industriales participadas por ellos
o en los seguros. Además, ahora pueden acceder a los préstamos de la
Reserva Federal o BCE, a seguros sobre depósitos, etc.
El desastre
estaba garantizado y solo hacía falta un elemento más, a saber: una
política de bajos tipos de interés, asunto del que se encarga Greenspan
con singular maestría. Él no necesita esperar a la publicación del
índice de confianza de la Universidad de Michigan; le basta con darse
una vuelta por la Tercera Avenida para ver si las lavanderías tienen las
máquinas a pleno rendimiento. Qué sabrán esos gilipollas de lo que es
la vida. Hay que salvar a los bancos, siempre, espetaran a todo el
mundo, pues ya son demasiado grandes para dejarlos caer, puesto que,
olvidando la dieta Glass-Steagall impuesta por Franklin D. Roosvelt, se
han engullido compañías de seguros, participaciones industriales, etc.
El
viento del desastre americano no tardaría en cruzar el Atlántico,
colocando en Europa paquetes de hipotecas impagables sobre casas
vendidas a minorías sin ingresos que no renunciaban al sueño americano
de tener una vivienda, ciudadanos que no tenían nada que perder, pues en
el peor de los casos si no tenían para pagar la hipoteca el banco se
quedaba con la vivienda y en paz.
Y en éstas, el 50% del sistema
financiero español en manos de una cosa que desde el padre Piquer ha
evolucionado que no veas, en la que no existen accionistas, gestionadas
por un sistema de participación social alabado por un nutrido coro de
almas agradecidas, que se han echado al monte urbanizable olvidándose de
la piedad, compitiendo con los bancos en condiciones de ventaja y
convertidas en un engrudo inextricable lleno de promotores, empresarios
de medio pelo, economistas keynesianos y de lo que haga falta con tal de
que renueven el cargo.
Y ahora tienen ladrillo malo y hasta bueno que tienen que provisionar, con más apuntes contables, por supuesto.
(*) Arquitecto
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