No debiera sorprender a nadie que muchos directores de cine y teatro
no se hayan sumado todavía a los que piden un Gobierno que no derroche
el dinero público, que intente reducir sus gastos, no tanto a lo que lo
obligan sus escuálidos ingresos, sino a lo que puede prestarle la
comunidad financiera internacional. ¿Hacen falta más pruebas de que los
mercados internacionales se han plantado retirando su confianza al
deudor español?
Por favor, que levante la mano el que crea que podemos seguir muchas
semanas más pidiendo prestado a los tipos exorbitantes que estamos
pagando, para amortizar lo que debemos, garantizar las prestaciones por
desempleo, mantener las pensiones prometidas y los sueldos dependientes
del Estado. Pocos en su sano juicio pueden levantar la mano en señal de
protesta. Por una razón muy sencilla: durante años el llamado «milagro español»
mantenía en sus mínimos la desconfianza de los acreedores, al tiempo
que eran tolerables los tipos de interés que se pagaba por el dinero
prestado.
Los que hemos vivido muchos años en el extranjero somos conscientes de que hemos dejado de ser,
casi repentinamente, un país creíble para muchos europeos. Hemos
conservado la soberbia y el orgullo de ser uno de los países más fuertes
de Europa –sobre todo en fútbol–, pero no tenemos ni un duro ni el
futuro asegurado como antes con la agricultura y el turismo.
¿Qué hacer en una situación así? Vamos a ver primero lo que no se
debe hacer. Engañar al personal negando no solo la existencia de la
crisis, sino mintiendo o escondiendo el diagnóstico: se nos ha dicho
durante demasiado tiempo que se trataba de una crisis planetaria cuando,
en realidad, era una crisis específica de unos países específicos como
España, Italia, Grecia y Portugal. Lejos de generar algo imposible como
un déficit con Neptuno, Saturno o Urano –solo así podrían entender los
economistas una crisis planetaria–, simplemente nos habíamos endeudado
mucho más allá de nuestras posibilidades; y ahora hay que devolver ese
dinero.
Solo hay una manera de hacerlo. Recortar aquellos gastos cuando
resulta a todas luces obvio que nos pasamos y no podemos mantenerlos;
explorar las posibilidades de generar empleo innovando y
abordar, por fin, las políticas de prevención que debieran haberse
iniciado hace muchos años; por políticas de prevención se entienden
todos aquellos esfuerzos necesarios para mermar la demanda futura de
prestaciones sociales en educación, sanidad y bienestar, básicamente.
Se trata de introducir en educación las nuevas competencias que no se
prodigaron en la sociedad industrial, pero que son imprescindibles en
la sociedad del conocimiento: aumentar la capacidad de concentración a
pesar de la multiplicidad de soportes, el trabajo en equipo en lugar de
estimular solo el trabajo competitivo o el dominio de las técnicas
digitales de comunicación.
En materia de sanidad habrá que centrarse en la gestión de funciones
actualmente desatendidas y mucho más abordables en presupuestos en
tiempo de crisis como la soledad, la tristeza o el estrés. En materia de
bienestar es de sobra conocido lo que exige una primera corrección: la
generalización inevitable de las prestaciones sociales ha producido el colapso
de su suministro, como ha ocurrido con las prestaciones sanitarias.
¿Tan difícil es centrar la atención en la personalización de la medicina
o en buscar formas más eficientes y justas de reparto?
El país sigue enfrascado en las viejas discusiones ideológicas entre
derechas e izquierdas que no aportan absolutamente nada a la solución de
los problemas candentes. En el pasado, esa división solo fue fructuosa
cuando hubo acuerdo o consenso. En el futuro inmediato hará falta buscar
en otros horizontes más prometedores y menos interesados, pero reales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario