La crisis que está viviendo España supone, entre otros asuntos
graves, una descomposición del sentido de la ciudadanía. Se trata de un
problema serio y con repercusiones profundas. Basta con pensar los
motores tradicionales de la energía cívica y enfrentarlos con la
situación actual para tomar conciencia de la complejidad de la
desesperanza que sufrimos.
El trabajo es uno de los ámbitos que generan mayor ética cívica por
sus relaciones directas con la integración en la convivencia y la
autoestima del individuo que se siente útil en su sociedad. Las cifras
del desempleo provocan un malestar que va más allá de la tragedia
económica de los individuos. La degradación de las condiciones
laborales, la inseguridad en el puesto de trabajo, los empleos basura,
el despido fácil como solución y el paro masivo son un ataque de gran
calado contra el sentido de la ciudadanía. La mentalidad neoliberal, con
su ambición desreguladora y su ley del más fuerte, ha encontrado en el
desmantelamiento de la dignidad laboral una estrategia muy fuerte y no
sólo económica, sino también ideológica. Sabe que el respeto público
depende de los buenos oficios.
Otro de los grandes ámbitos de energía cívica es la vinculación
política. Por eso llueve sobre mojado cuando en un país herido por el
paro se produce un descrédito generalizado de los partidos políticos. La
crisis tiende a vivirse como fatalidad, la soberanía se convierte en
impotencia y la indignación acaba disolviéndose como simple furia
momentánea al no encontrar cauces de intervención en las instituciones.
Los testimonios, las buenas ideas, la rebeldía y la solidaridad se
quedan al margen de los ámbitos de decisión. Así parece que hay una
distancia insalvable entre la realidad de cada individuo y el poder. La
representación se trasforma en farsa y la ausencia de vínculos sociales
propios busca compensaciones deleznables desde el punto de vista humano
como el odio al extranjero, la humillación del derecho internacional o
la intolerancia ante las conciencias ajenas.
Conviene entender que el descrédito de la política puede resultar
molesto para los partidos y los cargos públicos, pero es una noticia
tranquilizadora para los poderes económicos que hoy se han adueñado de
los gobiernos. El famoso estribillo de que todos son iguales es un
magnífico argumento para cancelar cualquier tipo de alternativa. ¡Qué
más da! ¡Sólo existen la corrupción, la mentira, el sectarismo! Este
tipo de instinto social, fundamento del yo no me mancho ni me creo nada,
ha sido minuciosamente cultivado por los que no quieren que existan
leyes capaces de limitar el avaricioso vértigo de sus especulaciones.
Romper con la generalización del descrédito y dar un paso hacia el
compromiso político es una respuesta imprescindible si queremos
recuperar el sentido de la ciudadanía. Hoy por hoy, expulsados de los
ámbitos de gobierno, los ciudadanos no podemos aprobar leyes para
dignificar los ámbitos laborales. Pero sí está en nuestra mano el otro
vínculo: la militancia. Los analistas partidarios del orden actual,
cuando interpretan las encuestas, tienen una inquietud y una alegría. La
inquietud es que el desgaste del partido en el Gobierno no vaya
acompañado por la recuperación del otro partido mayoritario en el baile
de los turnos establecido por el sistema monárquico español. La alegría,
y lo repiten con ganas de apagar cualquier tentación de cambio en
profundidad, es que no aparezca en el horizonte una nueva mayoría
social. No hay verdadera alternativa que haga sombra a los capitanes del
naufragio.
Esta alegría del sistema nos señala el camino: la militancia de los
ciudadanos en proyectos profesionales y en organizaciones políticas,
sociales y sindicales dispuestas a enfrentarse al neoliberalismo. Es
verdad que se han cometido muchos errores. Vamos a criticarlos. Es
verdad que se soportan herencias pesadas. Vamos a buscar soluciones.
Pero no caigamos en la trampa de favorecer la impunidad de los poderes
financieros con la fatalidad de un descrédito generalizado de la
política. Los ciudadanos, los profesionales, los trabajadores, deben dar
un paso, buscar un punto de reunión, saberse parte de una comunidad, no
sentirse manchados por pronunciar la palabra nosotros. Hay épocas donde
la libertad individual depende de la puesta en duda de las siglas. No
es ese el problema de nuestro tiempo. Hoy necesitamos encontrar las
siglas que generen ilusión y despierten un olvidado orgullo cívico.
¿Neutral y puro? Yo no, gracias.
(*) Del Comité de Apoyo de ATTAC España y catedrático de la Universidad de Granada
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