En su todavía breve mandato, Cristina
Cifuentes, delegada del gobierno en Madrid, ha hecho méritos suficientes
para comparecer ante una comisión parlamentaria de investigación que le
ayude a entender la diferencia entre una policía democrática y la de un
país fascista.
Desde el momento de su toma de posesión, esta mujer, cuyo marido resulta
ser un prófugo de la justicia, mostró profunda hostilidad hacia el
movimiento de los indignados y los intentos de la gente de ejercitar sus
derechos de reunión y manifestación. De la hostilidad a la
manipulación, el embuste y la provocación no hay más que un paso. Son ya
reiteradas las ocasiones en que su departamento tolera que los grupos
reaccionarios, ultracatólicos y fascistas (o sea, los suyos) se apoderen
de la calle mientras restringe hasta intentar yugularlas las
actividades de las agrupaciones y asociaciones democráticas,
librepensadoras y ateas.
Aplica tan escandalosa doble vara de medir que
ya debería estar en los juzgados. Por ejemplo: los ateos y
librepensadores no podían manifestarse en Madrid en Pascua porque había
riesgo de violencia al cruzarse con las procesiones de los comecirios.
Pero ayer los fascistas podían manifestarse por Madrid durante los actos
de protesta contra el gobierno. ¿Su finalidad con esta provocación? Ver
si, efecto se produce violencia que justifique la intervención policial
y la criminalización de los demócratas a través de las acusaciones
normalmente inventadas de la policía.
Su finalidad, que ella cree muy astuta, es esa: provocar alteraciones de
orden público para reprimir a mansalva. Y está tan segura de lo
acertado de su política que hace unos días se jactaba de tener listas
con los nombres de los elementos más activos en las protestas. Solo esta
confesión hubiera bastado para que, en cualquier país democrático de
Europa, el gobierno la hubiera expulsado del cargo de una patada en el
culo. Aquí, no. Aquí, al contrario, Cifuentes tuvo hoy a la policía,
empleada como fuerza de choque, guardia pretoriana o guardia de asalto,
intimidando y hostigando ciudadanos pacíficos en Madrid, identificando y
amenazando a la gente que, en uso de sus derechos constitucionales,
estaba reunida en el Retiro. Al que se resiste lo detienen.
Cifuentes, digna discípula del Fraga ministro del Interior de un
gobierno fascista, también piensa que la "calle es suya". La calle, la
plaza, los jardines, todo espacio público debe estar cerrado a la
protesta y emplearse para perseguir a la gente y aporrearla. Eso es puro fascismo.
Como también lo son las reformas de los ministros Wert y Gallardón en
Educación y Justicia respectivamente. Un fascismo más engolado,
circunspecto, aparentemente más civilizado que el de la policía
Cifuentes, pero igual de siniestro y mucho más repugnante porque es
hipócrita y pretende ser otra cosa. Antonio Avendaño publica hoy en
digital publico.es un magnífico artículo titulado La doble traición de Wert y Gallardón
en el que muestra su decepción porque estos dos ministros, que pasaban
por ser parte de la derecha civilizada, hayan resultado los más
carcundas, ultramontanos, reaccionarios y clericales. Que se restablezca
pronto del disgusto y aprenda a no confiar más en las mentiras de estos
nacionalcatólicos encubiertos que compensan la conciencia de su
mediocridad con un profundo sentimiento fascista que termina aflorando
siempre.
Que las reformas de Wert hunden la educación como servicio público
gratuito de calidad en todos los niveles y que la entrega al
nacionalcatolicismo más retrógrado ya no es un secreto para nadie.
Más nuevo es el ataque de Gallardón a los derechos y libertades básicos
de los ciudadanos. Las primeras víctimas, las mujeres, a quienes este
monaguillo de la jerarquía ha negado el derecho al aborto para
satisfacer el oscurantismo de la secta católica al que ajusta su
comportamiento. Y detrás de las mujeres, vienen los homosexuales, a
quienes reduce a ciudadanos de segunda por no tener derechos iguales que
los otros y a los que en poco tiempo, empezará a perseguirse de nuevo
con la entusiasta colaboración de los curas, incluidos por supuesto, los
pederastas, que suelen ser los peores enemigos de la igualdad en
asuntos sexuales.
El fascismo gallardónico emerge ahora con la proyectada reforma del
Código Penal. Palinuro lo ha dicho a menudo: siempre que la derecha
gobierna, lo primero que hace es actualizar las prisiones, los
tribunales, la policía, el código penal. Es su mentalidad autoritaria:
los problemas sociales se arreglan metiendo a la gente en la cárcelo.
Esta reforma pone la justicia a los pies del ministerio del interior y
al servicio de la arbitrariedad policial: tipifica como delitos
comportamientos como la resistencia pasiva que no lo son en ningún país
del mundo, pretende criminalizar la desobediencia civil, que es la forma
más honrada y moral de protestar en democracia y negar la libertad de
expresión en las redes, algo tan evidentemente fascista que hasta da
reparos al propio Gallardón, quien está tratando de suavizar la censura y
la persecución.
Las respuestas de la oposición extraparlamentaria y parlamentaria a esta
orgía de fascismo represor debe ser siempre la misma: mantener la no
violencia a toda costa, no responder a las provocaciones, emplear la
legalidad en legítima defensa, denunciar todas las conductas ilegales de
las fuerzas de represión y recurrir por obviamente inconstitucionales
las reformas de Gallardón todas ellas al servicio de la iglesia y de un
gobierno que, no pudiendo responder democráticamente ante los
ciudadanos, prefiere atemorizarlos, perseguirlos, amenazarlos,
detenerlos arbitrariamente, abusar de ellos y condenarlos injustamente.
Fascismo.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED, Madrid
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