Como
si las vacaciones de verano fuesen un manto de olvido que disipase la
brutalidad de la crisis, los medios de comunicación han tratado de
distraernos con dosis masivas de embrutecimiento colectivo: Eurocopa de
fútbol, Juegos Olímpicos, aventuras estivales de ‘famosos’, etc. Desean
hacernos olvidar que una nueva andanada de recortes se avecina y que el
segundo rescate de España será socialmente más lastimoso… Pero no lo han
conseguido. Entre otras razones, porque los audaces aldabonazos de Juan
Manuel Sánchez Gordillo y el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT)
han roto el conjuro y mantenido la alerta social. El otoño será
caliente.
En
una conversación pública mantenida en agosto pasado (1) con el filósofo
Zygmunt Bauman coincidíamos en la necesidad de romper con el pesimismo
imperante en nuestra sociedad desengañada del modo tradicional de hacer
política. Debemos dejar de ser sujetos individuales y aislados, y
convertirnos en agentes del cambio, en activistas sociales
interconectados. “Tenemos el deber de tomar el control de nuestras
propias vidas –afirmó Bauman–. Vivimos un momento de grave incertidumbre
donde el ciudadano no sabe realmente quién está al mando, y esto hace
que perdamos la confianza en los políticos y en las instituciones
tradicionales. El efecto en la población es una situación constante de
miedo, de inseguridad… Los políticos sugestionan a los ciudadanos para
que siempre tengan miedo, y así poder controlarlos, constreñir sus
derechos y limitar las libertades individuales. Estamos en un momento
muy peligroso, porque las consecuencias de todo esto afectan nuestra
vida diaria: nos repiten que debemos tener seguridad en el trabajo,
mantenerlo a pesar de las duras condiciones de empleo y de precariedad,
porque así obtendremos dinero para poder gastar... El miedo es una forma
de control social muy poderosa”.
Si
el ciudadano ya no sabe quién está al mando es porque se ha producido
una bifurcación entre poder y política. Hasta hace poco, política y
poder se confundían. En una democracia, el candidato (o la candidata)
que, por la vía política, conquistaba electoralmente el poder Ejecutivo,
era el único que podía ejercerlo (o delegarlo) con toda legitimidad.
Hoy, en la Europa neoliberal, ya no es así. El éxito electoral de un
Presidente no le garantiza el ejercicio del poder real. Porque, por
encima del mandatario político, se hallan (además de Berlín y Angela
Merkel) dos supremos poderes no electos que aquél no controla y que le
dictan su conducta: la tecnocracia europea y los mercados financieros.
Estas
dos instancias imponen su agenda. Los eurócratas exigen obediencia
ciega a los tratados y mecanismos europeos que son, genéticamente,
neoliberales. Por su parte, los mercados sancionan cualquier
indisciplina que se desvíe de la ortodoxia ultraliberal. De tal modo
que, prisionero del cauce de esas dos rígidas riberas, el río de la
política avanza obligatoriamente en dirección única sin apenas margen de
maniobra. O sea: sin poder.
“Las
instituciones políticas tradicionales son cada vez menos creíbles –dijo
Zygmunt Bauman– porque no ayudan a solucionar los problemas en los que
los ciudadanos se han visto envueltos de repente. Se ha producido un
colapso entre las democracias (lo que la gente ha votado), y los
dictados impuestos por los mercados, que engullen los derechos sociales
de las personas, sus derechos fundamentales”.
Estamos
asistiendo a la gran batalla del Mercado contra el Estado. Hemos
llegado a un punto en que el Mercado, en su ambición totalitaria, quiere
controlarlo todo: la economía, la política, la cultura, la sociedad,
los individuos… Y ahora, asociado a los medios de comunicación de masas
que funcionan como su aparato ideológico, el Mercado desea también
desmantelar el edificio de los avances sociales, eso que llamamos:
“Estado de bienestar”.
Está
en juego algo fundamental: la igualdad de oportunidades. Por ejemplo,
se está privatizando (o sea: transfiriendo al mercado) de forma
silenciosa la educación. Con los recortes, se va a crear una educación
pública de bajo nivel en el que las condiciones de trabajo
estructuralmente van a ser difíciles, tanto para los profesores como
para los alumnos. La enseñanza pública va a tener cada vez más
dificultades para favorecer la emegencia de jóvenes de origen humilde.
En cambio, para las familias acomodadas, la enseñanza privada va a
conocer seguramente un auge mayor. Se van a crear de nuevo unas
categorías sociales privilegiadas que accederán a los puestos de mando
del país. Y otras, de segunda categoría, que sólo tendrán acceso a los
puestos de obediencia. Es intolerable.
En ese sentido, la crisis probablemente actúa como el shock, del que habla la socióloga Naomi Klein en su libro La Doctrina del shock
(2): se utiliza el desastre económico para permitir que la agenda del
neoliberalismo se realice. Se han creado mecanismos para tener vigiladas
y bajo control a las democracias nacionales, para poder aplicar (como
está pasando en España y pasó antes en Irlanda, Portugal o Grecia)
feroces programas de ajuste vigilados por una nueva autoridad: la troika
que forman el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el
Banco Central Europeo; unas instituciones no democráticas cuyos miembros
no son elegidos por el pueblo. Instituciones que no representan a los
ciudadanos.
Y
sin embargo, esas instituciones –con el apoyo de unos medios de
comunicación de masas que obedecen a los intereses de grupos de presión
económicos, financieros e industriales– son las encargadas de crear las
herramientas de control que reducen la democracia a un teatro de sombras
y de apariencias. Con la complicidad complaciente de los grandes
partidos de gobierno. ¿Qué diferencia hay entre la política de recortes
de Rodríguez Zapatero y la de Mariano Rajoy? Muy poca. Ambos se han
inclinado servilmente ante los especuladores financieros y han
obedecido ciegamente a las consignas eurocráticas. Ambos han liquidado
la soberanía nacional. Ninguno de los dos tomó decisión política alguna
para ponerle freno a la irracionalidad de los mercados. Ambos
consideraron que, ante los dictados de Berlín y el ataque de los
especuladores, la única solución consiste –a semblanza de un rito
antiguo y cruel– en sacrificar a la población como si el tormento
inflingido a las sociedades pudiera calmar la codicia de los mercados.
En
semejante contexto, ¿tienen los ciudadanos la posibilidad de
reconstruir la política y de regenerar la democracia? Sin duda. La
protesta social no cesa de amplificarse. Y los movimientos sociales
reivindicativos se van a multiplicar. Por ahora, la sociedad española
aún cree que esta crisis es un accidente y que las cosas volverán pronto
a ser como eran. Es un espejismo. Cuando tome conciencia de que eso no
ocurrirá y de que estos ajustes no son “de crisis” sino que son
estructurales, que vienen para quedarse definitivamente, entonces la
protesta social alcanzará probablemente un nivel importante.
¿Qué
exigirán los protestatarios? Nuestro amigo Zygmunt Bauman lo tiene
claro: “Debemos construir un nuevo sistema político que permita un nuevo
modelo de vida y una nueva y verdadera democracia del pueblo”. ¿A qué
esperamos?
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