Supongamos un caso muy habitual en la práctica. Supongamos el caso de
un padre o una madre de familia que pierde su empleo y no puede pagar
la hipoteca de su vivienda. Entonces el banco inicia un procedimiento de
ejecución hipotecaria, adjudicándose finalmente el piso por el 50% de
su valor de tasación, que en este ejemplo fue de 200.000 euros.
Supongamos que el valor de adquisición de la vivienda ascendió en su día
a 180.000 euros, coincidente con el principal del préstamo hipotecario.
Ese desafortunado habrá transmitido en
pública subasta un bien inmueble con una pérdida patrimonial (sin contar
impuestos indirectos y gastos) de 80.000 euros (valor real de
transmisión por 100.000, del que restará un coste de adquisición de
180.000). En su IRPF, esa pérdida irá a parar a la “renta del ahorro”.
Pero no le valdrá absolutamente de nada: ese vendedor forzoso no tendrá
ninguna ganancia patrimonial de la que en teoría podría descontar su
pérdida de 80.000 euros. Ni en el año de la venta forzosa de su vivienda
habitual ni en los cuatro ejercicios siguientes, por lo que,
legalmente, la posibilidad de reducir sus impuestos futuros se evaporará
al chocar con las circunstancias reales de un pobre de solemnidad.
Esa persona ya no tendrá casa y, por si esto fuera poco, es posible
que todavía le deba al banco un resto: la parte impagada del crédito no
cubierta por el valor de remate de la ejecución hipotecaria. Si algún
día encuentra trabajo, el banco puede echársele encima otra vez para
cobrar la deuda aún existente en ese momento. ¡Qué gran sarcasmo
fiscal!: tener un crédito contra la Hacienda Pública que verdaderamente
es papel mojado y subsistir al mismo tiempo con la angustia de que te
vuelvan a ejecutar y no puedas dar de comer a tus hijos ni siquiera lo
poco que te es posible darles ahora.
Duele en la fibra más íntima del sentido de la justicia que muchos
deudores de buena fe estén en la ruina, hayan perdido sus empleos y sin
embargo sean titulares de un crédito fiscal inútil contra el mismo
Estado que, merced a su pésima regulación del riesgo bancario y a sus
culpas por omisión en el control del mercado hipotecario, les ha puesto
en la calle con una mano delante y la otra detrás. ¿Tan difícil sería
otorgarles una compensación mínima? ¿No puede el Gobierno, a cambio de
ese crédito fiscal que es sólo humo, darles una ayuda económica de poca
cantidad por un período transitorio? ¿No puede al menos modificar la Ley
para que -en los casos justificados por ausencia de temeridad del
deudor hipotecario- ese crédito perdure hasta que los desahuciados
vengan a mejor posición y tengan la posibilidad real de compensarlo,
incluso mediante su imputación a rentas del trabajo futuras?
Ya sé que –a través de esa vía fiscal- el dinero necesario para
reparar mínimamente los daños causados no va a salir nunca de los
bolsillos de los responsables públicos (pasados y actuales) de un
latrocinio a gran escala que fue posible gracias a su indiferencia. Al
final todo el peso lo soporta el contribuyente. Pero, por favor, que el
poder legislativo no se burle, ni del contribuyente ni de los
desahuciados, concediendo unos créditos fiscales que se parecen
demasiado al timo de la estampita.
¿Exagero? No crean, para los contribuyentes desahuciados la Ley del
IRPF está hecha con los pies. Aunque no tengan ingresos, se da la
paradoja de que simplemente por ser desahuciados con pérdidas la Ley les
obliga a presentar la declaración, pues sólo se salvan de dicho deber
los contribuyentes con pérdidas patrimoniales de cuantía inferior a 500
euros. Si incumplen la obligación de declarar -una modalidad de presión
fiscal indirecta- puede caer sobre los desahuciados el mazo de la Ley.
¿No les parece que esto es la guinda fiscal de un cruel atropello
jurídico?
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