Se acumulan las señales de fin de régimen: la monarquía enfangada y
chantajeada, el sistema de partidos podrido por revelaciones diarias, la
amnistía total a los defraudadores, el ex presidente de la patronal en
la cárcel, las puertas giratorias enloquecidas, el desmantelamiento de
lo público para que los amigos se enriquezcan, los bancos nacionalizados
o rescatados por Europa, el modelo productivo agotado y sin recambio,
el empobrecimiento de cada vez más ciudadanos, el saqueo a los
trabajadores, la desintegración institucional y territorial…
Que
esto se hunde parece cada día más claro y más irreversible. Y en gran
medida se cae solo, no somos nosotros los que empujamos: se descompone
por pudrición, como un tronco que bajo la corteza se va descomponiendo
hasta que un día el árbol cae por sorpresa. De ahí que nuestras
preocupaciones deberían empezar a ser dos: que no se nos caiga encima; y
qué vendrá después.
En
una semana como esta, en que la actualidad apesta y cada pocos minutos
salta un nuevo escándalo, siento que la velocidad de descomposición es
muy superior a nuestra capacidad de construcción de una alternativa.
Alguna vez lo he dicho sobre la monarquía: cualquier día se muere el rey
(por edad, por enfermedad), o abdica (por incapacidad, por sus propios
escándalos) y a los republicanos nos pilla en bragas, sin una
alternativa, sin respuesta preparada, y cuando nos queramos espabilar ya
tenemos a Felipe VI consolidado.
Lo
mismo con el sistema político-económico que hoy parece en caída libre:
cualquier día se hunde del todo, y ¿qué haremos ese día? ¿Tenemos algo
previsto, más allá de salir un rato a la calle o tuitear como locos?
¿Alguna alternativa política sólida, una propuesta capaz de sumar
fuerzas para ser mayoritaria y construir algo mejor?
Si
no preparamos algo para esa eventualidad, los escenarios post-derrumbe
pueden ser dos: o una reconstrucción desde dentro del propio sistema
(otra “transición”), donde todo cambie para que todo siga igual; o su
sustitución por algo incluso peor. En cuanto a lo primero, el Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, al que el gobierno ha encargado
un plan de “regeneración democrática”, lo tiene claro:
regenerar supone sanear, “pero no hay que echarlo todo abajo”. En
cuanto a lo segundo, que cada uno imagine qué puede venir que sea peor.
Estos días pienso a menudo en Italia, en aquella Tangentopoli que
a principios de los noventa implicó a ministros, diputados, partidos y
empresarios, y que se llevó por delante al Partido Socialista y a la
Democracia Cristiana, que acabaron disueltos. Como aquí, también allí la
corrupción había alcanzado tal intensidad que el sistema se vino abajo
por pudrición. Pero, ¿qué vino después? Berlusconi, que no solo era más
de lo mismo: era incluso peor. Y veinte años después, Italia sigue
marcada por la corrupción política y la mafia, que a menudo son la misma
cosa.
No
me gusta decir estas cosas, porque mueven al desánimo y dan oxígeno a
quienes quieren que todo siga igual. De hecho, pienso que la pata más
sólida que hoy sostiene el tinglado es precisamente la falta de una
alternativa que los ciudadanos percibamos como posible. Si el invento no
se cae es por ese miedo que todavía paraliza a muchos, que aun
prefieren lo malo conocido a lo bueno por conocer.
Nada
de desánimo, ni miedo. Puede que estemos ante una oportunidad histórica
y no nos estemos dando cuenta. Puede que la magnitud del derrumbe nos
abrume, y nos impida pensar en ese día después. Y también puede que el
bombardeo que estamos sufriendo, eso que llaman crisis, nos impida
dedicar energías a otra cosa que defendernos.
Se
han dado pasos importantes, ha crecido la conciencia política, se ha
extendido la movilización, han crecido espacios de encuentro y redes,
hay cada vez más puntos en común y más voluntad de construir juntos.
Pero todavía vamos muy despacio. O será que el derrumbe va más rápido de
lo que esperábamos.
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