Pensábamos
que la abdicación era inoportuna y precipitada, y que dañaría la
institución. Pero la sensación tras solo cinco días es que la onda
expansiva se está llevando por delante a otros, no a la corona, que más
bien se ha venido arriba.
No sé si son daños colaterales, o buena puntería, pero quizás el rey Felipe VI tenga que ampliar el pabellón de caza nada más llegar a palacio, para que le quepan los trofeos y cabezas que ya está cobrándose casi sin mover un dedo. Y si no, veamos algunos efectos inmediatos de la operación sucesoria.
Para empezar, la maniobra ha desbaratado la agenda política: nos ha cambiado el paso, pues ya no estamos debatiendo en el mismo punto que estábamos el pasado domingo, tras las europeas. El régimen ha recuperado la iniciativa, pues ahora es dueño del calendario, marca los tiempos y los próximos pasos, y nosotros vamos a remolque. Estábamos pidiendo un proceso constituyente desde abajo, y veremos si al final no nos acaban dando proceso constituyente, pero desde arriba.
La abdicación ha supuesto también un cierre de filas mediático y político. En cuanto a lo primero, los grandes medios rivalizan en quién dobla más el espinazo. Desaparecen de la cobertura informativa las muchas sombras del reinado de Juan Carlos, se esconde el debate sobre la forma de Estado, se cargan las tintas más ridículas en la promoción del nuevo rey y señora, y se genera un estado de ánimo colectivo de fuerte carga emotiva, que prepara el terreno para que volvamos a gritarle “¡guapo!” al nuevo rey cuando lo veamos pasar.
Mal empezamos el nuevo reinado. No aprendemos la lección: después de que décadas de blindaje, censura y adulación hacia el rey dejasen como resultado un rey (y familia) que se sentía impune porque se sabía a salvo del ojo público, los primeros pasos del nuevo rey van acompañados del mismo blindaje, censura y adulación.
Por no hablar de otro trofeo muy codiciado, y que no sabemos si anotar al rey saliente o al entrante, o a algún cortesano más papista que el papa: la revista El Jueves, sacudida por una censura empresarial que deja malherida una de las publicaciones más críticas con la monarquía y que más se ha resistido durante años a su blindaje mediático.
La onda expansiva de la abdicación se siente también en el paisaje político, que estaba muy revuelto tras las europeas, y de pronto se reordena.
Por un lado el PSOE, que se enfrentaba a la incertidumbre del relevo en la secretaría general y las posteriores primarias, hasta que el cambio en el trono ha impuesto la lealtad monárquica y el consenso, manejando el proceso de relevo para que ningún candidato saque los pies del tiesto, y controlando el grupo parlamentario para evitar que a algún diputado se le escape algo de ese “alma republicana” que dicen que tienen.
En cuanto a la izquierda, la reaparición del debate república-monarquía puede parecer un regalo, pero en realidad es un regalo envenenado.
Puede servir para que la derecha recupere votantes que todavía se espantan al oír “república”, despues de décadas construyendo un imaginario tramposo (caos, enfrentamiento, guerra civil). Soy el primero que estos días he colgado una bandera tricolor en mi balcón, pero no soy ajeno al efecto que su ondear provoca en algunos vecinos.
En cuanto a la izquierda, la misma que un día antes estaba hablando de frente amplio y alianzas, de pronto se distancia en cuanto a los pasos a seguir. Y hasta deja de hablar el mismo lenguaje. Mientras Izquierda Unida y otras fuerzas levantan con ganas la bandera republicana, la estrategia de Podemos parece pasar una vez más por desplazar el eje del debate: si antes de las europeas se trataba de no hablar de izquierda y derecha, sino de democracia frente a saqueo; ahora se evita hablar de república contra monarquía, para situar el foco sobre la democracia y la capacidad de decisión de la ciudadanía. Puede que tengan razón, pero por ahora el efecto visible es un distanciamiento entre fuerzas que un día antes de la abdicación parecían próximas a converger, y que ahora no hablan el mismo idioma.
Si creíamos que Felipe VI tendría dificultades para subir al trono, visto el legado de descomposición de su padre, por ahora se le ve sonreír. A él y a los monárquicos. Y tienen motivos.
No sé si son daños colaterales, o buena puntería, pero quizás el rey Felipe VI tenga que ampliar el pabellón de caza nada más llegar a palacio, para que le quepan los trofeos y cabezas que ya está cobrándose casi sin mover un dedo. Y si no, veamos algunos efectos inmediatos de la operación sucesoria.
Para empezar, la maniobra ha desbaratado la agenda política: nos ha cambiado el paso, pues ya no estamos debatiendo en el mismo punto que estábamos el pasado domingo, tras las europeas. El régimen ha recuperado la iniciativa, pues ahora es dueño del calendario, marca los tiempos y los próximos pasos, y nosotros vamos a remolque. Estábamos pidiendo un proceso constituyente desde abajo, y veremos si al final no nos acaban dando proceso constituyente, pero desde arriba.
La abdicación ha supuesto también un cierre de filas mediático y político. En cuanto a lo primero, los grandes medios rivalizan en quién dobla más el espinazo. Desaparecen de la cobertura informativa las muchas sombras del reinado de Juan Carlos, se esconde el debate sobre la forma de Estado, se cargan las tintas más ridículas en la promoción del nuevo rey y señora, y se genera un estado de ánimo colectivo de fuerte carga emotiva, que prepara el terreno para que volvamos a gritarle “¡guapo!” al nuevo rey cuando lo veamos pasar.
Mal empezamos el nuevo reinado. No aprendemos la lección: después de que décadas de blindaje, censura y adulación hacia el rey dejasen como resultado un rey (y familia) que se sentía impune porque se sabía a salvo del ojo público, los primeros pasos del nuevo rey van acompañados del mismo blindaje, censura y adulación.
Por no hablar de otro trofeo muy codiciado, y que no sabemos si anotar al rey saliente o al entrante, o a algún cortesano más papista que el papa: la revista El Jueves, sacudida por una censura empresarial que deja malherida una de las publicaciones más críticas con la monarquía y que más se ha resistido durante años a su blindaje mediático.
La onda expansiva de la abdicación se siente también en el paisaje político, que estaba muy revuelto tras las europeas, y de pronto se reordena.
Por un lado el PSOE, que se enfrentaba a la incertidumbre del relevo en la secretaría general y las posteriores primarias, hasta que el cambio en el trono ha impuesto la lealtad monárquica y el consenso, manejando el proceso de relevo para que ningún candidato saque los pies del tiesto, y controlando el grupo parlamentario para evitar que a algún diputado se le escape algo de ese “alma republicana” que dicen que tienen.
En cuanto a la izquierda, la reaparición del debate república-monarquía puede parecer un regalo, pero en realidad es un regalo envenenado.
Puede servir para que la derecha recupere votantes que todavía se espantan al oír “república”, despues de décadas construyendo un imaginario tramposo (caos, enfrentamiento, guerra civil). Soy el primero que estos días he colgado una bandera tricolor en mi balcón, pero no soy ajeno al efecto que su ondear provoca en algunos vecinos.
En cuanto a la izquierda, la misma que un día antes estaba hablando de frente amplio y alianzas, de pronto se distancia en cuanto a los pasos a seguir. Y hasta deja de hablar el mismo lenguaje. Mientras Izquierda Unida y otras fuerzas levantan con ganas la bandera republicana, la estrategia de Podemos parece pasar una vez más por desplazar el eje del debate: si antes de las europeas se trataba de no hablar de izquierda y derecha, sino de democracia frente a saqueo; ahora se evita hablar de república contra monarquía, para situar el foco sobre la democracia y la capacidad de decisión de la ciudadanía. Puede que tengan razón, pero por ahora el efecto visible es un distanciamiento entre fuerzas que un día antes de la abdicación parecían próximas a converger, y que ahora no hablan el mismo idioma.
Si creíamos que Felipe VI tendría dificultades para subir al trono, visto el legado de descomposición de su padre, por ahora se le ve sonreír. A él y a los monárquicos. Y tienen motivos.
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