No es el séptimo de caballería, pero se
da un aire. Aquel aparecía en el momento en que los colonos y sus
familias, refugiados en el fuerte asediado por los indios, iban a ser
masacrados. Sonaba el clarín, se iniciaba la carga y los atacantes huían
despavoridos. Actualmente son los federales quienes se hacen cargo de
la lucha contra el crimen allí donde las autoridades del Estado están
desbordadas. ¿Tan mal está la situación?
La
crisis ha golpeado duramente la economía y la cohesión social. Los
indicadores de desigualdad y pobreza se han disparado. Ha aparecido una
movilización social, cristalizada en ejemplos como Democracia Real, el
15-M y, últimamente, Podemos, que pretende replantear de modo radical la
gestión económica y social de este desastre. El radicalismo siempre
asusta, pero la clase dominante, el capital, la Iglesia, cree saber que,
inserta como está en Europa, España no determina su política económica
y, por lo tanto, serán los dioses de los mercados quienes marquen los
límites a estos jóvenes ilusos. En el terreno exterior España no es
soberana, lo cual tranquiliza mucho a los conservadores, que van por
ahí, sin embargo, presumiendo de soberanía, liderazgo europeo y de ser
una "gran nación".
La
soberanía, esa que la Contitución atribuye al pueblo, se ejerce hacia
el interior. Y no todo porque se excluyen Portugal y Gibraltar, llaga
permanente del nacionalismo español. En uso de esa parca soberanía se
espera que España resuelva como pueda la endemoniada cuestión catalana.
Esta pone en jaque la tal soberanía al prever la posibilidad de que una
parte del territorio español se declare en rebeldía. Habría que ver si
no se producirán amagos de intervención exterior que recibirán, claro
es, otro nombre. España espera la solidaridad de los demás Estados
europeos en su preservación de la integridad territorial y todo lo que
recibe es un ejemplo absolutamente contrario a sus intereses en el caso
de Inglaterra.
Junto
a los aspectos económico-sociales de la crisis los de la organización
territorial del Estado, amenazado, incluso, de una Declaración
Unilateral de Independencia. De pronto, esta cuestión se sitúa en el
proscenio. Llevaban años minimizándola, ignorándola, sin entenderla y
ahora les ha estallado en el rostro. Y era un problema de Estado; de
constitución del Estado. Todavía en 2012, Rajoy llamaba a la Diada algarabía,
mostrando fina percepción y gran entendimiento. Así ahora todos hablan
de reformar la Constitución. Ni el PP hace ascos a la idea, si bien ha
de tratarse de una reforma tasada y escueta. Para los conservadores, la
reforma federal propuesta por Pedro Sánchez en "El País", en realidad es
una novación constitucional y a tanto no llegan ellos ni de broma. Pues
sí, el federalismo requeriría una revisión profunda de la Constitución,
total, como la llama el propio texto (art. 168). ¿Y qué otra
cosa puede ser una "revisión total" sino otra Constitución? Por eso
mismo se propone con frecuencia un proceso constituyente, sobre todo en la izquierda y en ciertos nacionalismos, aunque con otro alcance.
En
realidad, el desconcierto es absoluto. Siempre que se tocan los
cimientos de una casa hay riesgo de derrumbe, lo que más temen los
habitantes del inmueble. A todo ello debe añadirse la persistencia de la
corrupción que, a fuer de generalizada, no abandona los noticiarios,
cuando no es porque el delincuente Fabra elude de momento la cárcel a la
espera de un indulto del gobierno de su partido, es porque el caso
Gürtel podría ser juzgado por una magistrada perfectamente recurrible.
Este desprestigio de la honorabilidad de los gobernantes, corroe su
escasa legitimidad a la hora de adoptar decisiones públicas.
El
próximo capitulo en la confrontación política será el de las elecciones
municipales y autonómicas. El resultado de las pasadas europeas hace
pensar que las locales puedan tener uno explosivo. Se trata de saber si
la tendencia al fin del bipartidismo allí apuntada, se mantiene y/o
amplía ahora. Si se mantiene, el PSOE podría vivir horas aun más bajas,
con ecos del PASOK y malos augurios para la candidatura de Sánchez a La
Moncloa. Si se rompe por cuanto, por ejemplo, el voto en elecciones
europeas guarda relación negativa con las internas, retornaremos a una
situación de bipartidismo más o menos modificado, con Podemos ocupando
el lugar de IU con más apoyos pero también un techo claro.
En
medio de este temporal, surge la figura de Pedro Sánchez con evidente
propósito y mandato de recuperar el músculo perdido del PSOE. Y lo hace
en el estilo Podemos, esto es, multiplicando sus apariciones públicas,
solo limitadas por carecer del don de la ubicuidad, como buen mortal,
aunque le anda cerca. Raro es el día en que Sánchez no nos habla desde
una radio, una televisión o un periódico. Casi parece dominado por una
verborrea incontenible. Pero su línea de comunicación es consistente y
muy clara: hablar mucho, muy seguido, en todas partes, pillar cámara y,
en su defecto, micrófono, pero insistir siempre en dos ejes: la panacea
federal y la equidistancia entre el radicalismo populista de Podemos y
el conservador, pero también radicalismo, del PP. La opción centrista es
el radiante y confuso grial que se divisa entre las glorias del
triunfo. El PSOE quiere ser el "partido de izquierda que atrae al
centro"; incluso, porqué no, el centro derecha. Así el PSOE se construye
con tres tercios: un tercio de centro derecha, otro de centro centro y
otro de centro izquierda. Aporías aparte, el centro.
La
larga connivencia de los dos partidos dinásticos hace que haya menos
distancia entre el PSOE y el PP que entre el PSOE y Podemos. Los dos
primeros comparten el respeto por la Monarquía, grosso modo también la actitud frente a la Iglesia y en cierta medida el acuerdo con el consenso de Berlín. Frente a un Podemos que es ambiguo en relación con la Monarquía y la Iglesia, pero propugna la ruptura del consenso de Berlín
o de Bruselas, que viene a ser lo mismo. Por eso el PSOE ataca menos al
PP y hasta le ofrece "pactos de Estado", con ánimo de resaltar su
voluntad cívica mientras que se enfrenta cerradamente a Podemos, con
quien no quiere saber nada y al que tacha de populista.
Hasta
ahora Sánchez no ha respondido al reto de Iglesias a debatir en la
tele. Obviamente, está pensándoselo. Hace bien porque se juega mucho.
Hay ante todo una cuestión de ceremonial, protocolo y jerarquía. Sánchez
es alternativa de gobierno y debate con su igual, el presidente en el
cargo. No lo hace con un recién llegado, aunque sea una revelación.
Además, pensará Sánchez, un político de convicciones no debate con un
populista por la misma razón por la que un caballero no justa con un
villano.
Pero
no aceptar un reto televisivo en la era mediática es siempre un error.
Máxime cuando Rajoy no está dispuesto a debatir con Sánchez ni por todos
los Bárcenas del mundo. Así que el socialista se queda en dique seco,
mientras Iglesias luce su cabellera en Fort Apache. Y la
presencia mediática es esencial en darse a conocer a los posibles
votantes y ganarse su confianza. Es obvio que el PSOE tiene la sangría
por la izquierda. La obsesión de Sánchez será radicalizar la palabra y
moderar el hecho mientras que la de Podemos es la inversa: moderar la
palabra y radicalizar el hecho.
Por
eso chocan y por eso es interés del PSOE marcar claramente los límites.
Le va en ello la hegemonía en la izquierda y su condición de partido de
gobierno. Si no lo hace con sabiduría y buen tino, la carga será, sí,
de caballería, pero de la caballería ligera.
(*) Catedrático de Ciencia Política de la UNED
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