Ayer topé con una noticia en eldiario.es que me llamó la atención, según la cual Pablo Iglesias abandonará el liderazgo de Podemos si no prospera su idea de partido.
De inmediato me vino a la cabeza que algo parecido había dicho y hecho
Felipe González en similar situación allá por 1979. Se me ocurrió
tuitearlo y me salieron unos cuantos interlocutores más o menos cercanos
a Podemos con tipos distintos de críticas a la comparación. A
diferencia de los tuiteros de otros partidos los de Podemos son gente
afable, moderada en la expresión, aguda y no está siempre presuponiendo
que toda observación sea un ataque a las esencias doctrinales. Es un
placer discutir con ellos. Y, al mismo tiempo, me di cuenta del calado
del asunto, que el periodista sintetiza de un trallazo en ese su idea de partido. Pues sí, como le pasó a González en 1979, su idea de partido.
Pero
reducir esta cuestión al ejemplo citado es muy pobre, de gracianesca
austeridad tuitera, y no hace justicia al alcance de la cuestión ni a
los asuntos que aquí se ventilan. Podemos está en proceso constituyente,
llamado "asamblea fundacional", en la que ha de definirse en qué tipo
de ente se constituye, que forma de partido adopta, incluso si quiere
ser un partido. Según entiendo, hay tres propuestas sometidas a debate.
Una, la propugnada por Pablo Iglesias se inscribe en una tradición de
partido con ecos leninistas, esto es, un partido de liderazgo que a su
vez ejerce el liderazgo sobre un movimiento más amplio. Todo muy
democrático, desde luego a base de empoderar a la gente, un arcaísmo que trata de resucitar reconvertido en barbarismo del inglés empowering.
El partido como medio o instrumento para conseguir un fin, no un fin en
sí mismo y aprovechando el hecho de que ya está constituido como
partido en el pertinente registro del ministerio del Interior.
Otra
propuesta, apadrinada por Pablo Echenique, trae cuenta de una tradición
más espontaneísta, quiere dar más peso, sino todo él, a las asambleas,
aquí llamadas círculos. Otro vago eco de todo el poder a los soviets. La democracia radical, revolucionaria, es consejista. O sea, de los círculos. En España repudiamos el término consejo
porque, de un tiempo a esta parte, lo asociamos con una cueva de
ladrones, truhanes y sinvergüenzas, pero tenemos en aprecio las
decisiones colectivas, sobre todo las surgidas de la base, la calle, el
barrio.
Hay
una tercera propuesta, según mis noticias, pero no me ha dado tiempo a
documentarme sobre ella. Ahora me concentro en las dos primeras, que
llamaremos la leninista y la consejista porque, en buena medida,
recuerdan la polémica entre los bolcheviques y los espontaneístas y
consejistas, al estilo de Rosa Luxemburg o Anton Pannekoek. Estos,
particularmente la primera, venían de pegarse veinte años antes con los
revisionistas de Bernstein en defensa del principio de que el fin (la
revolución) lo es todo y el movimiento (o sea, las reformas), nada. Y
ahora se encontraban con que los soviéticos los llamaban ilusos y cosas
peores porque se habían olvidado de que el fin era el poder en sí mismo.
Por aquel entonces los bolcheviques habían ganado todas las batallas
mediante su pragmatismo y concepción instrumental: desactivaron el
potencial revolucionario de los soviets a base de absorberlos y hacerlos
coincidentes con los órganos jerárquicos del partido. El resultado se
llamó Unión Soviética, pero no tenía nada de soviética. Y, a la larga,
ese aparente triunfo, setenta y cinco años de simulacro, fue una
tremenda derrota, pues no solamente acabó con la Unión Soviética sino
que desprestigió y deslegitimó el ideal comunista.
En
diversas ocasiones ha dicho Pablo Iglesias que proviene de una cultura
de la izquierda que no ha vivido más que la derrota; que, incluso, ha
acabado resignándose a ella, en el espíritu apocado del beautiful looser.
Con esta determinación se adhiere a una tradición de la izquierda e
ignora otra, la socialdemócrata, que dice haber vivido tiempos de
triunfo casi hasta nuestros días. Desde el punto de vista de la
izquierda comunista, leninista, bolchevique, no ha habido triunfo
alguno, sino traición. La socialdemocracia administró y administra,
cuando le dejan, las migajas de la explotación capitalista a la que, en
el fondo se ha sumado con lo que no tiene nada que ver con la verdadera
izquierda; o sea, la derrotada. Esa es la tradición de derrota que
Iglesias cuestiona, la que no le parece aceptable porque piensa que,
dados los ideales de la izquierda, de su idea de la izquierda, esta
merece ganar, triunfar, llegar al poder, implantarlos. Implantarlos
¿cómo? Sin duda alguna, de la misma forma en que se plantea hoy llegar
al poder: ganando elecciones. O sea, el primer paso para ganar es ganar elecciones.
Y hacerlo limpiamente. Todos los días pasan a los de Podemos por el más
exigente cedazo de legalidad democrática tipos que, a su vez, tienen de
demócratas lo que Palinuro de tiburón financiero.
Solo
se ganan elecciones consiguiendo el favor de mayorías, lo cual plantea
las condiciones de un discurso capaz de conseguirlo en una sociedad
abierta en competencia con muchos otros y en la cual la única regla es
que no hay reglas porque la política es la continuación de la guerra por
otros medios. Y en la guerra no hay más reglas que las aplicadas por
los vencedores. Incluso es peor que la guerra porque en esta suele
engañarse al enemigo, pero no a las propias fuerzas, mientras que en
política puede engañarse al adversario y también a los seguidores de
uno, a los electores. El triunfo electoral del PP en noviembre de 2011
es un ejemplo paradigmático. Ganó las elecciones engañando a todo el
mundo, incluidos sus votantes.
¿Puede
la izquierda recurrir al engaño, a la falsedad, al embuste? La pregunta
es incómoda porque la respuesta obvia es negativa pero va acompañada
del temor de que, si no se miente algo en una sociedad tan compleja y
conflictiva como la nuestra, no se ganan elecciones y, si no se ganan
elecciones, no se llega al poder. De ahí la reiterada insistencia de los
de Podemos en que no son los tristes continuadores de IU, sino pura
voluntad de ganar. Qué discurso haya de articularse para este fin es lo
que se debate ahora.
El
momento, desde luego, es óptimo. Táctica y estratégicamente. La crisis
del capitalismo y la manifiesta extenuación de la
socialdemocracia ofrecen una buena ocasión para el retorno del
viejo programa emancipador de la izquierda. ¿En qué términos? En unos
que deliberadamente evitan toda reminiscencia de la frase revolucionaria.
Aquí no se habla de revolución, sino de cambio; no de clases, sino de
casta; no de socialismo, sino de democracia; no de nacionalizaciones,
socializaciones o confiscaciones sino de control democrático; ni
siquiera se habla de izquierda y derecha, sino de arriba y abajo. Es un
lenguaje medido, que trata de ocupar el frame ideológico básico
de la democracia burguesa para desviarlo hacia otros fines, para
"resignificarlo", como dicen algunos, y llevarlo después a justificar
una realidad prevista pero no enteramente explicitada. Alguien podría
sentirse defraudado y sostener que esto entra ya en el campo del engaño
político, el populismo y hasta la demagogia. Es verdad que el discurso
bordea la ficción, pero no incurre en ella por cuanto las cuestiones
comprometidas se remiten siempre a lo que decidan unos órganos
colectivos que a veces están por constituir. Nadie se extrañe. Si diez
días conmovieron el mundo, más lo harán diez meses.
Ahora
bien, lo cierto es que semejante discurso requiere una táctica y
estrategia meditada, prevista, consecuentemente aplicada y para ello, el
sentido común suele preferir una unidad de mando y jerárquico, aunque
sea con todos los contrafuertes y parapetos democráticos que se quiera.
Un solo centro de imputación de responsabilidad continuado en el tiempo.
Un partido y jerárquico, aunque a la jerarquía la llamen archipámpanos.
El partido de nuevo tipo, con el espíritu asambleario anidado en
su corazón, pero partido, medio para llegar al poder que el propio
poder, astutamente, se ha encargado de convertir en único instrumento
válido para su conquista y ejercicio. Para eso se redactó el
sorprendente artículo 6 de la Constitución. Frente a esta libertad que
es necesidad, las asambleas, los círculos, los consejos o concejos, los
soviets, etc., incorporan un ideal de democracia grass roots con
tanto prestigio como irrelevancia. Cabría pensar que en la época de
internet, la de la ciberpolítica, las nuevas tecnologías, debieran
resolverse estos problemas de eficacia del asambleísmo que, en lo
esencial, según se dice, son puramente logísticos. Estoy seguro de que
todos nos alegraremos si lo consiguen. Pero, de momento, no es así.
Sin
duda este es el debate. Los asambleístas señalan los riesgos del líder
carismático y concomitantes de oligarquía, burocratización,
aburguesamiento. Y los leninistas, la función del liderazgo de siempre
de la vanguardia que se hace visible en el rostro de ese lider
carismático. Es verdad que hay un peligro de narcisismo y culto a la
personalidad. Pero, ¿en qué propuesta de acción colectiva en el mundo no
hay algún riesgo? En el fondo, esta polémica recuerda a su vez también
una del marxismo de primera generación, bien expuesta en la obra de
Plejanov, primero maestro y luego archienemigo de Lenin, sobre el papel
del individuo en la historia. Un tema perpetuo. La izquierda, toda,
presume de crítica, pero acepta el liderazgo como cada hijo de vecino.
¿Quién puede discutir de buena fe a Pablo Iglesias el mérito de haber
llegado a donde ha llegado y haber hecho lo que ha hecho? Ya, ya, había
condiciones, un movimiento. Pero alguien se ha puesto a la cabeza, con
cabeza y con valor, que diría Napoleón. ¿Con qué razones se pretenderá
que no puede ir más allá en su idea de partido?¿Con qué otras que deberá poner en práctica una idea?
Más o menos, entiende Palinuro, es lo que está discutiéndose aquí. Y no es cosa de poca monta.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED
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