Si contamos tiendas de campaña, parece que esta primavera tiene menos
colorido. No se deje usted engañar. El volumen de simpatizantes del 15-M
es significativo y similar al de la primavera pasada, especialmente
tras las últimas movilizaciones: el 68% de la población, 75% entre los
jóvenes. La amplia mayoría quiere que continúe y cree que básicamente
tienen razón. Son tres veces más que quienes han asistido a alguna de
sus concentraciones y ocho veces más que quienes han participado en
alguna de sus asambleas.
Quizás lo más importante para muchos es que el 15-M supone un punto
de referencia visible, una exteriorización de su enfado, un espacio que
permite ser ocupado por esa acumulación de preocupación, indignación y
angustia que recorre muchos hogares. Sin ese espacio, la indignación no
desaparecería. Se canalizaría por otros medios.
Cuando se habla del
movimiento resulta conveniente recordar que el 15-M no es la
indignación. Es una de sus expresiones. Concretamente, una expresión
que, en su mayor parte, surge de una pulsión por más democracia y que
admite el debate. Canalizar el cóctel de emociones de los ciudadanos
hacia las propuestas y el debate democrático constructivo está a años
luz de otras expresiones más cínicas o nihilistas que hemos observado en
otros países.
Una vez en la calle, la indignación y la angustia no se destruyen,
solo se transforman. Bajo qué formas se exprese dependerá, en buena
parte, de las decisiones que se tomen sobre cómo tratar la punta del
iceberg.
(*) Josep Lobera es director de
investigación de Metroscopia y profesor de Sociología en la Universidad
Autónoma de Madrid (UAM)
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