Antes de nada, señor ministro de Interior, y para centrar la semántica del asunto, dejo sentado que ese sistema
al que se refiere por oposición, cuando justifica que las fuerzas de
seguridad sacudan la badana a los jóvenes, a quienes usted califica de antisistema,
es el que aquí considero y contra el que me pronuncio; no creo errar,
además, si sostengo que son muchos miles, seguramente millones de
ciudadanos los que comparten estos planteamientos antisistema.
Y ahora, ya entrando en materia y sin intención de extenderme
demasiado, le señalaré algunos rasgos de ese sistema, el suyo de usted,
señor ministro, que nos obligan a estar contra él, es decir, a ser
antisistema. Rehuyo profundizaciones teórico-doctrinales sobre el
neoliberalismo que nos embarga (ideal y literalmente), empobrece y
humilla, al que se aplican ustedes con singular celo y saña. Así, aludo
en primer lugar al curioso hecho de que este sistema que tanto merece
ser combatido aparece sostenido y apuntalado por un conjunto de
ministros en los que abundan los altos funcionarios del Estado, incluso
catedráticos, que no dudan, con deslealtad intrínseca y dogmática, en
atacar al Estado útil, social y solidario, a fuer de liberales ortodoxos
y ejemplares. Su empeño, fuertemente ideológico, de poner las
actividades esenciales de interés general –sanidad, educación, etcétera–
en manos de intereses privados se aclara y explica teniendo en cuenta
que antes de acceder a esos niveles de poder desde los que perjudican al
Estado han cumplido su misión como banqueros y gente de empresa mimada
por el capital; y a sus brazos volverán, con gran probabilidad, cuando
dejen su ejercicio político de desmantelamiento del Estado y aspiren a
una jubilación dichosa y bien remunerada (no como la de esos millones de
españoles que han pasado por sus manos y bajo su hacha).
Hay buenos ejemplos, pardiez, de
funcionarios del Estado que se dedican a machacar al Estado. En primer
lugar, nada menos que el ministro de Economía, De Guindos, que sintiéndose ya ministro in pectore
nos espetó aquello de que “el Estado es el problema” (24-11-2011, en
sede Faes), sin la menor intención de reconocer que el problema, más
bien, ha sido la banca de la que procede, Lehman Brothers, originaria de
la crisis mundial y en la que, a juzgar por los resultados, no creo que
se distinguiera por su competencia, precisamente. O el ministro de
Hacienda, Montoro, entre cuyas recientes y sabrosonas
actividades entre ministerio y ministerio, ha destacado la de asesorar
para que las empresas paguen lo menos posible al fisco: encomiable
ejercicio y currículo, a fe mía, para todo un ministro del fisco. O el
ministro de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, Arias Cañete, cuya fortuna personal petrolera no sabemos qué le estará sugiriendo ahora, cuando tiene que decir que no a ese dislate de refinería de petróleos proyectada en Extremadura.
Pero, funcionarios o no, nuestros ministros han formado un cuadro muy
caracterizado en el que –por lo que a mi humilde opinión respecta, ya
digo– han sido llamados para hacer lo contrario de lo que por su
profesión y obligación debieran hacer. En este apartado entra el
ministro de Defensa, Morenés, empresario del sector
bélico que, claro, lo primero que ha dicho es que no hay por qué irse de
Afganistán. El mérito de participar en una guerra imperialista, necia y
criminal corresponde a los socialistas antecesores, pero el actual
Gobierno está dispuesto a apuntarse a cualquier guerra, y no otra cosa
cabe pensar –dios me perdone– si vemos que se ha buscado a un vendedor
de armas para el cargo.
Todo esto es importante porque el stablishment neoliberal
global –especialmente en su apartado europeo y en particular el
popular-conservador– sabe que la crisis seguirá agravándose y ganando en
riesgos, y tampoco están seguros de que la vuelta programada al
capitalismo del primer tercio del siglo XIX (incluida la esclavitud
legal tipo, digamos, dickensiana) resulte exitosa en plazo prudencial:
por eso los gabinetes pensantes (en fino, think tanks)
contemplan muy seriamente la guerra como salida, a la manera de los años
de 1930. De ahí que debamos preocuparnos por la escalada anti Irán,
singularmente hipócrita, ya que se justifica en la necesidad de impedir
que el régimen de los ayatolas obtenga la bomba atómica pero siguiendo
el guión que impone Israel, que posee la bomba desde los años de 1960.
Esta locura, en la que España se muestra tan activa, nos hace
antisistema.
Debemos citar en este punto al ministro de Exteriores, García-Margallo,
que –aparte de tener muy claro que su papel es el de ser el primer y
más activo agente comercial de las multinacionales españolas– cree
firmemente que por Israel y Estados Unidos merece la pena renunciar a
las importaciones de petróleo (¡qué listo y oportuno, qué buen agente
comercial!) aunque le resultará imposible demostrarnos que Irán, que
nunca ha atacado a nadie., sea más peligroso que Israel para la paz y la
decencia internacionales. O, ya puestos, a la señora ministra de
Fomento, Ana Pastor, que lanza al país una filípica
sobre los derroches (¡como si los suyos fueran inocentes y se nos
pudiera imputar de esos dispendios al pueblo estupefacto!); y tras el
broncazo se pone a prometer superobras en todas las comunidades del PP y
a rescatar otras, como ciertas autopistas en ruina que siempre fueron
advertidas como inviables. En cualquier caso, ¿quien dudará del mérito
del presidente Rajoy en la selección de sus ministros?
Estamos contra un sistema así, en el que despuntan deslealtad,
incompetencia y contradicción. También consideramos con legítima alarma
el que sean numerosos los ministros y ministras confesionales, porque
evidencian y evidenciarán su hipocresía, como es inevitable para todo
político que se atreve a definirse confesional. Esto de la
confesionalidad también nos hace antisistema, claro.
Ya acabando, y como anotación histórico-política, recordaré que la
democracia a la que tan convencidamente se adhiere el nuevo Gobierno, su
partido, la oposición dinástica y etcétera, etcétera, porque en ella
fundamentan sus victorias electorales y sus programas, es lo que siempre
fue: primero, la ofensiva con éxito de una clase enriquecida que quiso
añadir el poder político al económico que ya de hecho tenía, arrebatando
a los reyes absolutos fracciones crecientes de poder con un parlamento a
su medida; y luego, un juego de partidos turnantes, basado en el
sufragio censitario y masculino, que durante dos siglos representó a una
minoría, y cuando no hubo más remedio que hacerlo universal, quienes
desde siempre usufructuaron ese poder político se las ingeniaron para
que esa democracia se envileciera y reconvirtiera en tramposa,
garantizando que el dinero y los privilegiados siguieran controlándola.
Sí, sí, lo sabemos: el sistema se basa en esta democracia: por eso hay
que estar contra el sistema. Un buen antisistema no debe conformarse con
ese eslogan con el que se inició el 15 M de “Democracia real, ya”,
porque la real es ésta, efectivamente, y conviene no despistarse; sino
que ha de perseguir y exigir otra democracia.
Y en último lugar, y para su tranquilidad policial, le aseguro que
ser antisistema no implica echarse el monte, no. Pero no olvide que
estamos contra éste su sistema y que, como ciudadanos de bien y
responsables, hacemos profesión de antisistema.
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