El
Capital está desintegrando la Europa social. La noticia de la cumbre de
ayer en Bruselas no es el efímero consuelo italo-español, sino el
arrollador triunfo del Pacto Fiscal, la mordaza legal que atenaza la
vía neocón en
la eurocrisis. Mientras la recesión y el desempleo se extienden casi
por todas partes, mientras las deudas aumentan junto con los recortes
sociales, seguimos sin cambio del vector neoliberal. Si uno compara el
peso del Pacto Fiscal, que dicta concretamente la línea a seguir en
Europa (Autoridad, Desigualdad Austeridad), con la vaga calderilla
destinada al crecimiento, el resultado es inequívoco. No ha habido
derrota de Berlín, donde se ratificó, sin problemas ni mayor
debate, el Pacto Fiscal.
La
crisis del euro resquebraja inevitablemente la Unión Europea. Las cosas
están sucediendo muy rápido. En apenas dos años Alemania ha perdido
gran parte del prestigio que supo ganarse desde la posguerra. Vuelve a
ser vista con desagrado y antipatía por media Europa.
Se lo ha ganado a pulso pues ha sido ella, su gobierno, quien ejerce el liderazgo del programa de la Gran Desigualdad en Europa y quien preside el atropello de Grecia.
Que
tantos europeos se hayan dejado engañar por la leyenda de que Grecia
era la culpable, el cuento que nos arrojaron para sacar del banquillo de
los acusados al poder financiero-político que ocasionó esta crisis, es
inaudito. Una crisis, hay que repetirlo, que es internacional, en la que
Wall Street, Londres, Berlín y París son centro king size y las chorizadas de Bankia, Marbella, Camps y Millet, cutre periferia.
Ha sido indigno participar en el pateo de Grecia. Desde un punto de vista de país, el “nosotros no somos Grecia”
lanzado desde Madrid, no es más que la miserable actitud del esclavo
que ignora el sufrimiento de su hermano para ganarse el favor del
patrón. Ahora, cuando los pateados somos nosotros, habrá que sumar esa
indignidad a lo mucho que llevamos tragando ya, como país y sociedad.
En esta España de nuevos ricos, hijoputecada e
intelectualmente asfaltada, aún está por ver si el espíritu del Quijote
no ha fallecido irremediablemente, como constatan nuestros parientes
latinoamericanos. Ojala que el largo periodo de vacas flacas que se nos
viene encima sirva para devolvernos algo de nuestras antiguas virtudes
ibéricas, incluido el orgullo y la solidaridad de los anticuados.
Y en el peldaño inferior de la indignidad aparece, como no, nuestra autonomía que pretende ser la “Alemania de España”. Lo es sólo en su contribución negativa: por mezquindad, no por los méritos habitualmente asociados con Alemania.
El
gobierno de Cataluña no sólo afirma que no es Grecia, sino que
pretende no ser España. Su alegato alternativo viene rotundamente
desmentido por el mapa de la corrupción, de la burbuja inmobiliaria, del
oportunismo chaquetero y del patrioterismo carrerista del 3%: formamos
parte, más que nunca, de aquella unidad de destino en lo universal, que decía Franco. Y de qué manera.
La Catalunya institucional y su entorno neocón-pa-amb-tomàquet busca
con orgullo una alianza con los gángsteres de Las Vegas. De paso la
vende como eje geopolítico con el Estado gamberro de Oriente Medio, sin
escándalo ni conmoción. Construir casinos, hoteles y vender para ello el
último solar junto a su sobredimensionado aeropuerto barcelonés, es su
reacción instintiva a la quiebra universal del casino inmobiliario. Ese
es el último pulso que mantiene la superior Barcelona con el perverso Madrid.
Ladrillo y puticlubs son la respuesta del proto Estat catalá, regado
con independentismo vergonzante, y quien sabe si algún día hasta con
desafío a la monarquía, ahora que, debilitada y de capa caída, es fácil
objetivo. Este gobierno acabará levantando una casa de citas en el
mismo Fossar de les Moreres, que es solar edificable, y lo hará pasar por patriotismo catalán. Y si no al tiempo.
En
esta Europa de naciones indignas no se salva nadie. Y sin embargo,
Europa, la Unión Europea, vale la pena. Aunque haya que reconstruirla de
abajo arriba.
Como
se ha dicho tantas veces, es la mejor alternativa a lo que había antes:
naciones que guerreaban unas con otras sin cesar y que protagonizaron
las mayores carnicerías de la historia de la humanidad, no sólo en el
viejo continente sino también allí donde llegaron con su civilizador
colonialismo. La guerra no es algo del pasado. Ahora mismo hay una
veintena de ellas en marcha, con diversa intensidad, casi todas
vinculadas a recursos naturales.
La perspectiva de esta eurocrisis es su ensamblaje con la crisis global y con la vana ilusión deresolverla mediante
una posible nueva gran guerra en Oriente Medio que acabe con los
últimos regimenes independientes de Occidente en la región. Que sean
dictaduras o no, es lo de menos. Lo que cuenta es la disciplina de su
alineamiento, como es archiconocido: amarrar el control energético y
subyugar de paso a grandes países autónomos -ellos mismos temerosos de
ser algún día víctimas de los cambios de régimen-
que, o bien se abastecen de combustible en los pozos de esos regímenes,
como China, o bien tienen intereses en ellos, el caso de Rusia. Un 1929
con traca bélica en Irán y repercusiones en Asia, una gran guerra, no
es ninguna alucinación de visionario.
“Cuando el Zar se vuelve loco, se va de guerra al Cáucaso”,
dice un viejo proverbio persa. Ahora que el Capital está enloqueciendo
quién sabe si acabará yendo a guerrear precisamente a Persia.
Si
no se quiere acabar marcando el paso o aclamando a nuevos belicosos
caudillos (las señales de la agresividad y el desprecio a los débiles y
vulnerables, ya están instaladas entre nosotros), las sociedades
europeas tendrán que levantarse. La juventud europea sin futuro tendrá
que abandonar su rebeldía “on line”
, pasar a otro estadio de organización y compromiso, crear nuevas
economías locales basadas en la utilidad y el apoyo mutuo, y pelar por
Europa.
Para ello no hace falta ni siquiera cambiar las consignas que ofrece Bruselas: Más Europa, sí, pero para afirmar otra Europa. Más integración, sí, pero de la protesta civil europea.
No
puede ser que los griegos hagan huelga el lunes, los italianos el
miércoles, los portugueses el martes, mientras los alemanes y los belgas
se manifiestan en domingo. Esa es la única integración europea válida y realista. Uno de estos días hay que armarla en toda Europa para acabar con tanta indignidad.
(*) Periodista corresponsal del diario español La Vanguardia en Berlín. Antes fue el corresponsal en Moscú y en Pekín. Previamente trabajó para el diario alemán Tageszeitung, la agencia de noticias alemana DPA y como periodista independiente en Europa central.
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