martes, 4 de septiembre de 2012

Las fábulas de ayer, los lodos de hoy y la revolución de mañana / Nazaret Castro *

Leo en Le Monde Diplomatique uno de los artículos más lúcidos sobre la crisis económica –y política, y social- en España. Es del escritor chileno, y afincado en España, Luis Sepúlveda, y se llama Fábula del gato de Felipe González. El título remite a la frase de Carlos Solchaga, que en 1988, siendo ministro de Economía, proclamó orgulloso que España era el país de Europa, tal vez del mundo donde más dinero se ganaba a corto plazo. Da igual el color del gato mientras que cace al ratón, añadiría González. Nos separan de aquellas declaraciones tres décadas de explotación costera, burbujas inmobiliarias y desaforos bancarios varios que consolidaron la marca España como incansable productor de nuevos ricos; como destino privilegiado de los especuladores.

El lodo de hoy viene de aquellos barros, como nos recuerda Sepúlveda, que nos pone ante ese espejo que llevamos cuatro años queriendo evitar. Nada nuevo bajo el sol: España es, mucho antes del boom inmobiliario de los 2000, el país del pelotazo, la cultura del dinero fácil. La pregunta es, ¿a nadie se le ocurrió pensar en los riesgos que entrañaba para España el aluvión de financiación barata que llegó a la península con la incorporación al euro?

No tengo las respuestas, y cada vez me hago más preguntas, pero de algo no me cabe la menor duda: nuestro sistema político y electoral promueve la partitocracia y el bipartidismo, y con ello, fomenta la mediocridad de los dirigentes, que ascienden por su ‘lealtad’, que pueden ser decapitados si brillan demasiado; que, en el mejor de los casos, llegan allí por su habilidad política, pero no por sus conocimientos específicos… de nada. Tampoco de política. No me digan que exagero: miren los telediarios. Ver a Soraya Sáenz de Santamaría decir que Europa necesita liderazgo es tan triste como escuchar a Mariano Rajoy que las circunstancias externas le obligan a incumplir su programa. Del PSOE ni hablemos. Se salvan algunos, poquísimos; como Alberto Garzón, el joven diputado de Izquierda Unida. Pero el balance es tan deprimente que es innegable la necesidad de un cambio real, mucho más allá de volver a girar la tortilla del binomio PPSOE.

Nos mienten. Todo el tiempo. No es verdad que no haya dinero. Para rescatar a los bancos, sí hay; para la atención sanitaria de inmigrantes sin papeles, no. Qué vergüenza, a mí que tan bien me atendieron en el hospital público en Brasil, apenas con mi pasaporte. Para la educación pública no hay dinero, obvio; sorprendentemente, o no tanto, ha aumentado el dinero que se destina a los colegios privados subvencionados por el Estado. O sea: menos dinero para los colegios de clases medias y bajas; más dinero para los colegios de las clases altas. La ecuación es sencilla.

Mientras tanto, como un mantra, nos recuerdan que los salarios de los españoles deben bajar, para que aumente la productividad y baje el paro. Con lucidez y muchos números, el profesor Vicenç Navarro, uno de los más prestigiosos defensores del Estado de bienestar en nuestro país, rebate esos argumentos en este artículo. En él nos recuerda que los salarios en España son mucho más bajos que en Alemania o Francia, en un nivel que no se explica por la productividad; que, de hecho, tal vez subir los salarios sería la forma más efectiva de elevar la productividad. Que el problema estructural de paro en España muestra la debilidad del trabajador frente al empresario, por mor de una “transición inmodélica” de la dictadura a la democracia. En España, el 43% de los trabajadores, los que cobran hasta mil euros, recibe el 13% del dinero total que se gasta en sueldos, mientras que el 7% de los empleados, aquellos que perciben 4.000 al mes o más, perciben el 25% de esa masa salarial. Quieren más. Los insaciables Mercados no tardarán en pedirnos, como a los griegos, que volvamos a trabajar los sábados. Más madera.

Julio Anguita lo expresó certeramente veinte años atrás, y la actualidad de su brillante discurso ya dice bastante de los barros que arrastramos.
                                      
Creo en la utopía porque la realidad me parece increíble. Increíblemente perversa, absurda y abyecta. Sin resistencia no hay conquistas.

(*) Periodista

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