El olor a nauseabundo que emana y fluye por las
alcantarillas del poder de nuestra querida España es un proceso que
viene de lejos. Sin embargo, con el gobierno actual ha alcanzado la categoría de irrespirable e insoportable. Los datos que vamos conociendo ponen de manifiesto algo que era un secreto a voces, las conexiones estrechas e intensas de los poderes corporativos, que son quienes corrompen, con el poder político.
Y de este acuerdo tácito se derivan un conjunto de políticas económicas
injustas donde siempre acaban siendo los ciudadanos quienes pagan los
platos rotos. Se trata de las élites extractivas.
El concepto de élite extractiva fue formulado por los economistas Daron Acemoglu y Jim Robinson,
y lo definieron de la siguiente manera: “un sistema de captura de
rentas que permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la
mayoría de la población en beneficio propio”. Eso es lo que ha pasado en
España durante el boom y el posterior estallido de la burbuja
inmobiliaria.
La actuación de las élites extractivas en nuestro país
Sin ningún control público, más bien bajo un absoluto descontrol, una élite constructora y financiera, apoyada por una política monetaria irresponsable,
decidió inundar nuestro país de deuda para la compra de terrenos donde
construir y de pisos donde vivir. Mientras el precio de la vivienda
subía, muy por encima de la renta disponible de los españoles, los
tenedores de suelo, los constructores, y el sistema financiero
apalancado, especialmente su gerencia, se forraban. Por contra la
ciudadanía fue acumulando una deuda insostenible.
Ayuntamientos, comunidades autónomas, y estado central,
en el mejor de los casos, miraban a otro parte, y en numerosas
ocasiones, más de las deseadas, tentados por el dinero fácil y rápido, eran pasto de la corrupción y corresponsables de la mayor burbuja de nuestra historia. En el momento en que estallara, y tal como veníamos avisando algunos desde 2005, se produciría una recesión de balances privados y un empobrecimiento sin parangón en nuestra historia reciente.
Sin embargo, las cosas han ido incluso peor de lo que algunos
preveíamos, porque no nos imaginábamos que el poder político fuera a
implementar políticas tan despreciables.
Las medidas económicas adoptadas tanto por el ejecutivo Rajoy como
por el anterior, además de ser ineficientes desde un punto de vista
económico, reavivan una brutal lucha de clases. De un lado, los protegidos, que no son otros que los acreedores
que tomaron riesgos excesivos, la élite bancaria insolvente, y la clase
empresarial que siempre ha jugado con las cartas marcadas. De otro, los perdedores, la ciudadanía en su conjunto, representada por los trabajadores, las clases medias, y, sobretodo, los más desfavorecidos.
Y ello es especialmente grave, cuando en nuestra querida España han
sido fundamentalmente las élites económicas y financieras, representadas
por las sociedades no financieras y las instituciones bancarias, quienes se apalancaron sin ningún control del riesgo,
o bien alrededor de un colateral cuyo precio acabó colapsando, o sobre
un negocio cuyos retornos son y serán muy inferiores a los que se
suponían por el precio pagado. Fueron las élites quienes vivieron por
encima de sus posibilidades y ahora, sin ningún rubor, quieren que les
paguemos la fiesta.
España ejemplo de totalitarismo invertido
En un blog anterior introdujimos a Sheldon Wolin, profesor emérito de filosofía política de la Universidad de Princeton, que en 2003 publicó una de sus obras más relevantes, “Inverted Totalitarianism”. El totalitarismo invertido es el momento político en el que el poder corporativo
se despoja finalmente de su identificación como fenómeno puramente
económico y se transforma en una coparticipación globalizadora con el
Estado. Mientras que las corporaciones se vuelven más políticas, el
Estado se orienta cada vez más hacia el mercado.
La antidemocracia, y el dominio de la élite son elementos básicos del totalitarismo invertido. Políticamente, significa alentar la "desmovilización cívica",
condicionando al electorado a entusiasmarse por períodos breves,
controlando su lapso de atención y promoviendo luego la distracción o la
apatía. El ritmo intenso de trabajo y los horarios de trabajo
prolongados combinados con la inseguridad laboral son la fórmula para la
desmovilización política.
Según Wolin en el totalitarismo invertido, "los elementos clave son
un cuerpo legislativo débil, un sistema legal que sea obediente y
represivo, un sistema de partidos en el que un partido, esté en el
gobierno o en la oposición, se empeña en reconstituir el sistema
existente con el objetivo de favorecer de manera permanente a la clase
dominante, los más ricos, los intereses corporativos, mientras que dejan
a los ciudadanos más pobres con una sensación de impotencia y
desesperación política y, al mismo tiempo, mantienen a las clases medias
colgando entre el temor al desempleo y las expectativas de una
fantástica recompensa una vez que la nueva economía se recupere”.
Pero hay mucho más, “ese esquema es fomentado por unos medios de comunicación cada vez más concentrados y aduladores,
por la integración de las universidades con sus benefactores
corporativos; por una máquina de propaganda institucionalizada a través
de grupos de reflexión y fundaciones conservadoras generosamente
financiadas, por la cooperación cada vez más estrecha entre la policía y
los organismos nacionales encargados de hacer cumplir la ley, dirigido a
la identificación disidentes internos, extranjeros sospechosos…”
Desde un punto de vista económico, el totalitarismo invertido explota a los pobres,
reduciendo o debilitando los programas de salud y los servicios
sociales, reglamentando la educación masiva para una fuerza de trabajo
insegura, amenazada por la importación de trabajadores de bajos
salarios. Hobbes acaba venciendo a Rousseau: cuando los
ciudadanos se sienten inseguros y al mismo tiempo impulsados por
aspiraciones competitivas, anhelan estabilidad política más que
compromiso cívico; protección más que participación política.
España es pasto de todas y cada una de las afirmaciones de Sheldon Wolin. Si
queremos realmente salir de la situación en la que estamos inmersos, se
necesitan políticas y acciones encaminadas a cambiar la actual inercia.
El ingrediente más importante para una recuperación económica sostenida
es la reforma de los abusos que permitieron una burbuja espectacular,
una mala asignación del capital productivo y los efectos negativos de
los monopolios y los fraudes financieros en la economía real. Por lo
tanto, una auténtica política reformista exige hacer frente a los monopolios empresariales y financieros.
Y de eso nada de nada. Porque para ello hay que cambiar tantas cosas
sobre los partidos políticos, la forma en que se relacionan con los
ciudadanos, sus vinculaciones con los grupos de poder, en definitiva se
necesita toda una regeneración democrática. Y obviamente las élites
políticas y económicas, de momento, se niegan.
(*) Economista, profesor del IESE y estratega jefe de varias entidades financieras
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