Dice un chiste -que viene circulando estos días por la Red- que en
España, una vez acabada la carrera, tienes tres salidas: por tierra, mar
y aire. Y es que la emigración ha dejado de ser un recuerdo pretérito
de padres y abuelos, para convertirse en una realidad cada vez más
presente en nuestras vidas: bien por la marcha de un familiar o amigo, o
porque nosotros mismos nos la planteamos como opción.
Según datos del Censo Electoral de Españoles Residentes en el Extranjero, casi 400.000 españoles han emigrado en busca de trabajo desde el inicio de la crisis. Se trata, en su mayoría, de jóvenes con estudios superiores que eligen como destino Europa y Latinoamérica.
Aunque algunos pretendan justificar estas cifras invocando al 'espíritu aventurero' de la juventud, lo cierto es que la generación mejor preparada de la historia de este país se va porque no le queda otra, porque no tiene la posibilidad de progresar aquí.
Hasta ahora, la nueva emigración ha crecido silenciosamente en forma de ilusiones rotas, despedidas en el aeropuerto y familias separadas. Pero, al igual que ha sucedido con otras manifestaciones de esta crisis, tales como los desahucios y los recortes sociales, quizá vaya siendo hora de visibilizar el problema y, sobre todo, de 'desnaturalizarlo'. Porque el exilio laboral no es una mera decisión personal, sino una salida casi obligada para cada vez más jóvenes que no pueden encontrar un empleo digno. Y, más importante aún, porque este exilio es resultado de unas determinadas políticas que están arruinando el país y robándonos el futuro.
En un contexto marcado por un 57% de paro juvenil y una tasa de temporalidad del 61%, las sucesivas reformas laborales no han hecho más que empeorar nuestra situación. Desde agosto de 2010 -como es sabido-, es posible encadenar contratos temporales consecutivamente. Y desde el pasado 19 de noviembre --día en que entró en vigor el 'contrato' de aprendiz- los menores de 25 años pueden trabajar a jornada completa por 423 euros. Además, el abaratamiento del despido, el fortalecimiento del poder empresarial y el chantaje del paro, nos obliga a aceptar condiciones de trabajo claramente abusivas y sueldos de subsistencia (y a veces ni eso).
Por otra parte, las políticas de austeridad, auspiciadas por la Troika comunitaria y aplicadas a pies juntillas por los sucesivos Gobiernos, están deteriorando gravemente nuestro sistema educativo y sanitario, empeorando no sólo nuestras condiciones de vida, sino también las expectativas laborales de los jóvenes investigadores, médicos y profesores. Lo que, dicho sea de paso, supone un evidente desperdicio de la inversión educativa realizada en los miles de profesionales que ahora se ven obligados a emigrar, así como un 'golpe de suerte' para terceros países, como reconocía hace unas semanas la ministra alemana de Trabajo.
El problema, sin embargo, no se acaba con la decisión de abandonar el país, porque esta Europa de la austeridad no es precisamente un paraíso de los derechos laborales. La precariedad se da de igual forma en Alemania, Inglaterra o Bélgica, que en España. Algunos analistas nos advierten, incluso, de que se está aprovechando la llegada masiva de mano de obra del sur y el este de Europa para bajar los salarios en los países receptores.
Deberíamos desmitificar, por tanto, algunos aspectos de la nueva emigración. Todos tenemos amigos y conocidos que se han marchado, y que nos cuentan que las condiciones de trabajo no son siempre las mejores. Generalmente, estos jóvenes emigrantes se encuentran con jornadas laborales maratonianas y sueldos muy bajos, que tampoco les permiten construir un proyecto de vida digno. Además, llegar a un país con un idioma diferente, buscar un trabajo, dejar atrás a la pareja o los amigos, no es nada fácil y no responde a un 'espíritu de aventura'.
Pero el drama derivado del exilio no sólo atañe al individuo empujado a irse fuera, sino que también afecta a las familias y al conjunto del país. Sin duda, resulta injusto que el gran esfuerzo hecho por las familias para que estudiemos y tengamos un trabajo digno, se tire, de la noche a la mañana, a la basura. Y resulta injusto que la sociedad tenga que perder a sus jóvenes trabajadores, médicos, científicos o profesores, mientras se le obliga a salvar a los banqueros y hacerse cargo de su deuda privada.
Paro, precariedad y exilio aparecen, pues, como las tres únicas opciones de toda una generación. No era eso, sin embargo, lo que nos prometieron, ni para lo que estudiamos, ni para lo que la sociedad y nuestras familias nos prepararon. Y es, precisamente, esa distancia entre las expectativas generales de futuro (trabajo, bienestar, derechos) y un presente sin oportunidades, la que explica fenómenos como el 15-M y, en general, las movilizaciones de la juventud por todo el Mediterráneo, desde Túnez a Atenas.
Un régimen político y económico que no puede responder a las más esenciales demandas de su población (dación en pago, paralización de los recortes, creación de empleo), y que nos empuja al exilio, es un régimen crecientemente agotado. Así, puestos a irnos nosotros, tal vez haya llegado el momento de echarlos a ellos. Quizá no estemos condenados a ser la 'generación perdida', quizá todavía podamos ser la generación que reconquistó su futuro y recuperó su país.
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