El fracaso de la candidatura olímpica de Madrid 2020 puede leerse
como el fracaso del modelo de gobierno español; tal vez la puntilla para
una clase dirigente social, política, económica y mediática con
orígenes en la Transición. Pero si el que Madrid no haya conseguido ser
sede olímpica en su cuarto intento puede poner en cuestión las
motivaciones y mecanismos de la élite empresarial y política, en el caso
de la prensa la duda es mucho más grave. Porque el desastre afecta a la
esencia misma de lo que es el periodismo y el papel social de los
medios.
En efecto, ¿para qué sirve la prensa? ¿Debe ser un reflejo fiel de la
realidad, o debe recoger y amplificar las esperanzas y sueños de la
sociedad a la que sirve? Si los medios se limitan a transmitir lo que
ocurre sin voluntad de mejora, pueden caer en la frialdad y el desapego;
si se dejan llevar por la pasión y abandonan la realidad por el
activismo, dejan de ser testigos para convertirse en activistas, o peor
aún; en forofos.
Si esta tercera candidatura democrática de Madrid a los Juegos ha
desnudado un modelo de política y de desarrollo económico, a la prensa
la ha dejado hecha astillas. Y no hablamos de opinión, ese campo donde
cada columnista y cabecera debe aguantar su propia vela y justificar lo
que opinó, sino de información: de lo que se supone es el meollo del
periodismo, la razón de su existencia.
En general, los medios españoles han funcionado como partidarios y no
como críticos, como parte y no como analistas. Se han sumado al
discurso oficial y han arrimado el hombro intentando vender un proyecto
en lugar de informar sobre el mismo. El resultado ha sido una mezcla
tóxica de informaciones sesgadas hacia el discurso oficial con clara
intención propagandística y, lo más grave, estratégicos silencios que
dejaban de lado los defectos de la candidatura y las realidades de la
competencia. Este cóctel torticero ha confundido a la ciudadanía
haciendo que la realidad nos pillara por sorpresa. Con escasas pero
honrosas excepciones, la prensa no ha contado lo que pasaba, sino lo que
quería que pasara: la definición de la propaganda.
Y así hemos visto a los medios dedicarse a repetir las cifras que
daba la candidatura oficial, sin cuestionarlas ni comprobarlas: 91% de aprobación por la ciudadanía, 96% fuera de Madrid;
350.000 puestos de trabajo a crear; menos de 1.700 millones de euros de
inversión; 80% de las infraestructuras terminadas. Periódicos de uno y
otro signo político, los unos por cercanía ideológica, los otros por mal
entendido patriotismo, han actuado como propagandistas en el sentido
estricto. Muchos medios digitales se han limitado a publicar de modo
automático los comunicados de prensa de la candidatura repartidos vía
Efe; una abdicación completa de su tarea como localizadores, validadores
y jerarquizadores de la información.
Lo peor del caso es que algunas pistas permiten sospechar que los
medios, o al menos los periodistas, conocían la verdad; que sabían de la
falsedad de ciertos datos, que sospechaban de la veracidad de según qué
declaraciones. No hablamos de los 50 votos amarrados según El Mundo que
para otros pueden haber costado los Juegos a Madrid, sino de las cifras presuntamenteobjetivas.
Así en algunos artículos de El País se citaban 50.000 puestos de
trabajo a crear, en lugar de los 300.000 oficiales. Pero cuando estas
cifras contrarias a la versión oficial aparecían era en el último párrafo de una larga información, y sin ser destacadas, ni respaldadas. Escondidas.
Los ejemplos de flagrante forofismo son demasiados y demasiado obvios, aunque alguno ha rozado el ridículo; las alabanzas de La Razón al
discurso de la alcaldesa Ana Botella –”la sorpresa agradable provino de
Ana Botella, natural, inglés fluido, y relajada”– están ya en el museo
de la infamia informativa. No son estos flagrantes intentos de
tergiversación lo más preocupante; tal vez el mayor fallo del sector
medios español no haya sido un pecado de acción, sino de omisión. Lo
peor no era lo que decían los periódicos, sino lo que no decían.
Como ya hemos comentado, las cifras no se cuestionaban, o cuando se
ponían en duda era de modo casi subrepticio; los números se consideraban
sagrados. Pero además hubo otras clamorosas ausencias. Así brillaron
por su ausencia cuestiones clave como las consecuencias que podía tener
la política antidopaje del Gobierno español, y la vinculación de
personas relacionadas con casos de doping con candidaturas anteriores y
con el partido en el poder; la proximidad personal de algunas de las
candidaturas precedentes con implicados en casos de corrupción como
el Caso Nóos (y con delegados presentes en Buenos Aires como Rita
Barberá); el posible efecto del caso Madrid Arena tanto en las
deliberaciones del COI (era una de las sedes olímpicas) como en los
costes previstos; la falta de análisis críticos de la oferta propia y de
las ventajas de las ofertas competidoras…
Como en otros casos de flagrante fracaso de la función periodística
como la Guerra de Irak o la crisis financiera, lo peor no ha sido el
fanatismo forofo de algunos, sino el silencio de todos a la hora de
hacer preguntas importantes. La propaganda puede equilibrarse con la
verdad, pero triunfa si enfrente no hay más que silencio. Algunos medios
mantuvieron una posición crítica y cuestionaron las cifras y los
mensajes de la candidatura, pero en conjunto la prensa fracasó. Y si
malos fueron los mensajes torticeros de algunos, peor ha resultado el
silencio de muchos. E insuficiente la crítica del puñado que ha osado ir
contracorriente. Ojalá que esto sirva para que descubramos lo mucho que
necesitamos a esos pepitos grillos; para que estas cosas no vuelvan a
pillarnos por sorpresa.
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