Estaba muy callado José María Aznar en
estos agitados tiempos de comparecencias judiciales de sus hombres de
máxima confianza, aquellos a quienes nombró presidente del Consejo de
Administración de Caja Madrid, Blesa, y ministro así como vicepresidente
del gobierno, Rato. Los dos están implicados en el escándalo de las
tarjetas negras. Parecería adecuado que explicara qué sabía él de las
actividades de las gentes tan cercanas a su persona; pero, en lugar de
eso, su reaparición ha sido más como la de un predicador de multitudes
que viene a recordar los peligros que se ciernen sobre el depravado
mundo contemporáneo, empeñado en enviciarse y abandonar los caminos de
la recta doctrina, la que él sermonea desde la presidencia de la FAES, think tank
de la derecha neoliberal más descarnada, cuyas simplezas teóricas se
revisten luego del puro nacionalcatolicismo hispano para dar lugar a la
extraña excrecencia del mundo moderno que es la derecha española y su
disparatada ideología.
Con
motivo de la entrega de unos premios de la libertad -ese tesoro que la
FAES venera en teoría pero hace imposible en la práctica- Aznar ha
vuelto al mundo de los pecadores a deshacer entuertos, enderezar
caminos, y recordar las ordenanzas de rigor. Los peligros que acechan a
la democracia moderna, de la que Aznar es custodio distinguido, los que
acechan asimismo a la feliz vigencia de la Constitución española, de la
que él es igualmente esforzado paladín, a pesar de haberse opuesto a
ella en sus orígenes desde sus profundas convicciones juveniles
falangistas, son el nacionalismo y el populismo. Sobre todo el
nacionalismo.
Todos
los topicazos, las falsedades, las imposiciones conceptuales del más
rancio nacionalismo español en la vertiente nacionalcatólica se han dado
cita en la admonición aznarina. Con verbo cortante, agresivo,
mordiente, el gran profeta del conservadurismo y la nación española, ha
conminado a Rajoy, sin dignarse nombrarlo (al fin y al cabo, tampoco
este había asistido al akelarre "faésico", como era su deber en otros
tiempos), a no ceder ni un ápice al órdago independentista, a no darle ni agua ni ocasión alguna, a negarlo y combatirlo por todos los medios. Y, cuando Aznar habla, todos los medios
quiere decir todos los medios. Quien puso fin por la vía armada a la
amenaza terrorista iraquí, no se andará con contemplaciones con un
puñado de sediciosos, empeñados en trocear la nación española en
banderías, en taifas; obsesionados por hundir la gloria de España y
humillar la soberanía nacional de todos, todos los españoles, incluidos
aquellos, por supuesto, que lo son sin saberlo e incluso en contra de
sus absurdas convicciones ideológicas nacionalistas que, de ser el mundo
un lugar más sano, no se tratarían con leyes sino con medicamentos.
Aznar,
obviamente no es nacionalista. Siendo la nación española como él la
imagina, una realidad natural, casi telúrica, indubitable, permanente,
eterna, indiscutible, no es preciso declararse partidario de ella, como
no se es partidario del aire que se respira. Uno respira sin más. No se
puede no respirar. No se puede no ser español. Nacionalistas son los
demás, los que niegan la evidencia y se empeñan en realizar quimeras de
campanario. Y, por supuesto, para sus criminales fines necesitan acabar
con la democracia de la que todos hoy disfrutamos por igual gracias a la
preexistencia de esa nación española.
Mas
no es solamente el nacionalismo etnicista, excluyente, totalitario,
antiespañol el único enemigo de la democracia. A su vera surge el
espectro del populismo, azuzado por esta crisis que padecemos y de la
que solo la sana doctrina neoliberal que nos ha llevado a ella podrá
sacarnos. Y viene, precisamente, a impedirnos la recuperación, a
hundirnos en el caos, el desgobierno, el colectivismo, el libertinaje a
extirpar la democracia y la verdadera libertad que solo pueden basarse
en los pilares del orden y la autoridad.
Hay
quien, animado de torva intención, sostiene que si uno anda buscando
populismos los va a encontrar precisamente en el discurso de la derecha
española. El actual presidente del gobierno ganó las elecciones de 2011
por mayoría absoluta con un programa populista del que se sirvió para
ocultar el real, consistente en hacer todo lo contrario de lo que aquel
decía: no iban a tocarse las pensiones, ni la educación, ni la sanidad,
ni se daría un euro público a los bancos, ni se impondría el despido
libre ni se subirían los impuestos, ni habría copagos, se reduciría el
desempleo como por ensalmo y se atarían los perros con longanizas. Votar
masivamente esta sarta de embustes no dice mucho sobre el
discernimiento de los electores pero no hay duda de que lo votado es un
ejemplo redondo del populismo más acrisolado.
Aunque
él crea ser original y audaz como un profeta bíblico, sus truenos y
advertencias son perfectamente inútiles y podía habérselas ahorrado y,
quizá, aprovechar para decir algo sobre sus relaciones con Blesa y Rato,
asunto de mucho más interés público que sus desmelenados avisos
tonitronantes. El providencial gobierno de que disfrutamos los
españoles, ya da por descontados los nubarrones que Aznar otea en el
horizonte y toma medidas contra sus efectos. La democracia debe ser
fuerte, estar protegida para hacer frente a esos dos enemigos del
nacionalismo y el populismo, no hace falta que Anar venga del pasado
para ponernos en guardia. Ayer se debatía en el Congreso el proyecto de
Ley de Seguridad Ciudadana del ministro Fernández Díaz, muy
acertadamente calificada por la oposición como Ley Mordaza. Esa
ley impone un Estado policial, otorgando a la fuerza pública casi
impunidad en el ejercicio de sus funciones y a la vía sancionadora
administrativa un poder amedrentador y disuasorio a base de multas que
substituya la protección de los derechos de los ciudadanos por la vía
judicial por la mera represión. Es una ley para criminalizar todo tipo
de manifestación y protesta y que atenta contra los derechos de las
personas, como manifestación, reunión, expresión etc. Es una ley para
defender la democracia a base de suprimirla.
Hicieron
muy bien los diputados de la oposición saliendo ayer a la calle
amordazados en señal de protesta. Pero con ello dejan planteada la
pregunta: si no pueden hablar en el Parlamento, que no pueden, ni
tampoco a las puertas de este, ¿por qué siguen yendo a él? ¿Por qué
siguen legitimando con su presencia la clara deriva del sistema político
español hacia formas dictatoriales?
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED
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