Hay en España una confusión generalizada entre los derechos adquiridos por la Corona por mor de su papel en el proceso de transición democrática y sus obligaciones frente a unos ciudadanos que, en definitiva, son los que sostienen económicamente la institución con sus impuestos. Hasta ahora el reconocimiento popular ha ido acompañado de un extraño velo de silencio sobre las vida ordinaria y las finanzas de la familia real. El hecho de que tal opacidad se tenga que quebrar más de 30 años después por la aparición de un yerno presuntamente trincón, o “no ejemplar” en términos estrictamente monárquicos, “manda huevos” que diría el ínclito Trillo.
Hay que entender tal complacencia ciudadana en el recuerdo del 23-F y en la bonanza económica que ha acompañado a España en los últimos años. Nunca más. Nuestro sistema político está más que consolidado y el crecimiento de los miembros de la realeza puede devenir, si no lo ha hecho ya, en un proceso de degradación a los ojos de la opinión pública similar al de otras naciones de más extensa tradición real. Acotar, por línea directa y colateral, la pertenencia oficial a la Casa, euros incluidos, se trata de una decisión oportuna y acertada. Indispensable a todas luces.
Más. Vienen, en palabras del propio Rey Juan Carlos, “tiempos muy duros”. La doble dimensión del previsible ajuste presupuestario -recorte de gasto superfluo, por un lado, y eficiencia y transparencia en la gestión del indispensable, por otro- debería tener su reflejo igualmente en Zarzuela. La anunciada auditoría de las cuentas de palacio es también una iniciativa en la dirección adecuada, si bien está por ver la extensión y profundidad de la misma. Es hora de que las cosas se hagan bien. Deberíamos exigir colectivamente que así fuera por el bien de la institución e, incluso, de la democracia en estos momentos de especial dificultad.
De aquellos barros vienen estos lodos
Hechas estas reflexiones sobre el absurdo antes y el deseable después del Caso Urdangarín en la Monarquía Española, merece la pena reflexionar sobre cómo se llega a esta situación. A primera vista resulta, cuando menos, sorprendente el aparente desconocimiento del Jefe del Estado sobre la actividad de su hijo político, tu quoque, Brute. Saber que tu subsistencia depende del apoyo popular debería haber conducido a una vigilancia obsesiva de cualesquiera riesgos que puedan poner en peligro el papel que ejerces, sea a través de los servicios secretos del Estado o del uso de medios privados a tal fin. Aparentemente, no ha sido así, al menos en el caso que nos ocupa. ¿Seguro?
Igual que la Casa Real se empeñó en ocultar el pasado, público y notorio por su condición periodística, de Leticia Ortiz, o de atajar la rumorología varía que nació a raíz del ictus sufrido por Jaime de Marichalar, pasó por encima de la intensa, y potencialmente delictiva, labor institucional del marido de la Infanta Cristina. Raro. Era metafísicamente imposible que no recibiera referencias a diestro y siniestro dada su convivencia estival con el todo Mallorca, uno de los orígenes del escándalo, y su trato con muchas de las empresas que pagaron los servicios al ex deportista de elite. Resulta sospechoso que solo actuara cuando el foco, parlamentario primero y de los medios después, se encendiera sobre el asunto.
Lo cual da que pensar. Como también el hecho de que el propio Urdangarín se haya sentido “indignado” por el tratamiento recibido. Hay que recordar que la indignación es una reacción contra y usada, en el ámbito 15-M del vocablo, por quienes se sienten represaliados en sus derechos o statu quo adquiridos. Bien. La interpretación más aventurada, piensa mal y acertarás, que se puede hacer a tal reacción del yernísimo es que no ha hecho nada que no fuera “habitual” o “corriente” en su círculo de convivencia. De ahí la falta de pudor al meter su esposa y al secretario personal de ésta en el fregao, ambos con línea más que directa con papaíto. Tal desfachatez asusta. Y la indiferencia del monarca hasta que salta la liebre, también. ¿Entonces?
Leyendas urbanas que hay que desmontar
Con el paso del tiempo ha entrado en la categoría de leyenda urbana el papel de intermediación jugado por don Juan Carlos en operaciones comerciales, primero con Oriente Medio y más recientemente con las Repúblicas Caucásicas, donde goza de un reconocimiento popular sin parangón, superior incluso al de algunas regiones españolas. Presencia silenciosa pero constante. Una actividad institucional propia, por otra parte, de su cargo y, por tanto, de carácter intrínsecamente gratuito. Al menos, así tendría que ser. Si por razones propias de la condición humana, miedo obsoleto a un nuevo destierro o pura codicia personal, ha puesto precio a esa llave empresarial, aparte de suponer una conducta inaceptable, queda automáticamente deslegitimado para cualquier objeción a comportamientos similares de terceros de su entorno. No debe ser así, ¿no?, porque lo ha hecho.
En efecto, ambas partes se han apresurado a poner un cortafuegos que evite que salgan chamuscados de esta historia. Excusatio non petita, accusatio manifiesta es aforismo generalizado en derecho. ¿Era necesario que el balonmanista desvinculara a la Casa Real de su actividad?, ¿por qué? Por otra parte, la exclusión familiar de Urdangarín antes incluso de que exista una sentencia firme sobre sus actividades no deja de ser un hecho sorprendente. El juicio sumarísimo del Rey, basado en no se sabe qué información propia, pone al yerno a los pies de los caballos judiciales y solo se puede entender desde el miedo a su impacto a la institución o… a su persona, de forma directa en el caso que nos ocupa o escalada, revelación de prácticas corrientes de Su Alteza. Un alejamiento, por cierto, que llega tarde. Esta vela ya no se puede ocultar debajo del celemín. Se ha abierto, afortunadamente, la caja de estos truenos.
Toda crisis es una oportunidad. La actual ha puesto de manifiesto los excesos de una España narcotizada por su ilusorio sueño de riqueza. El despertar está siendo brutal. La casa patria estaba construida sobre pilares de barro. Es hora de tirar abajo buena parte de su estructura y levantarla de nuevo de acuerdo con la realidad económica y social del país. Todo es susceptible de ser cuestionado. Incluido ese elemento aglutinador que ha sido durante mucho tiempo la Corona, alejada ahora del querer de las nuevas generaciones para preocupación del heredero. Como el resto de los poderes del joven estado democrático español, ha de decidir qué quiere ser de mayor ahora que sus miembros crecen y su actividad se cuestiona. Porque está en juego su futuro, debe limpiar, de ser necesario, su pasado. Si no, su condena social es inevitable. Se equivocan los palmeros reales: es hora de derribar muros de transparencia, no de apuntalarlos. Ahí queda.
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