La crisis financiera y económica, que golpea a amplias capas de la
población, junto a una gestión política que secuestra los derechos
sociales, y al cambio cultural que debilita las estructuras colectivas
ha transformado las formas de la pobreza como resultado de las profundas
desigualdades sociales, del ocaso de los servicios públicos y la
ruptura de los vínculos sociales.
Si antes los pobres confiaban en superar a futuro las privaciones,
ahora se sienten sometidos al azar o al destino, y sus decisiones quedan
fuera de su dominio. Las pobrezas actuales se han aliado con la
impotencia colectiva como marionetas en manos de grandes poderes
anónimos.
La precariedad económica ha desbordado los lugares y grupos sociales
tradicionales para extenderse por toda la sociedad como una
vulnerabilidad que empuja hacia abajo y expulsa de los dinamismos y
relaciones sociales. Personas de clase media, jóvenes expulsados de los
estudios, profesionales con éxito académico se sienten sobrantes,
postergadas e instaladas en la inseguridad económica, en el desánimo
personal y en la desconfianza política. Esta situación ha generalizado
la pérdida y cuando todos son perdedores, el desinterés es mutuo. Lo
cual justifica que cada grupo se ocupe únicamente de sus propios
intereses sin lugar para cooperar con aquellos que intentan sobrevivir
cada día.
En la medida que la precariedad económica golpea a personas
acomodadas y solventes, se asiste al camuflaje de la pobreza. Se oculta
ser cliente del Banco de Alimentos, se invisibiliza acudir a los
comedores benéficos, se disimula vivir de la pensión del anciano. Para
el pobre tradicional mostrarse era una estrategia de supervivencia, los
nuevos pobres se hacen invisibles y por lo mismo poco fiables; de ahí la
sospecha sistemática sobre los mayores que usan mal los fármacos; sobre
los discapacitados que abusan de la ley de dependencia; sobre los
mendigos que ocultan sus intenciones; sobre los inmigrantes
indocumentados que no podrán acceder al sistema sanitario; sobre los
desempleados que deberán presentarse periódicamente en las oficinas del
INEM; sobre los destinatarios de la renta mínima que se convierten en
parásitos sociales.
El mito del mercado penaliza a los pobres ya que si no acceden a las
oportunidades es culpa propia; en lugar de reconocer que el mercado es
despiadado, caprichoso e injusto se cree que cada uno está allí donde se
merece. Se afirma, con especial descaro, que toda intervención pública,
que intente cambiar los resultados del mercado, se convierte en el
enemigo de los pobres, ya que alienta la pereza. De este modo, se ha
producido una alarmante criminalización de los fenómenos derivados de la
pobreza: la mendicidad, el trapicheo de drogas, un cierto tipo de
prostitución, pequeños robos y manteros de CD’s. Mientras los sistemas
de control amplían sus competencias, se reducen los sistemas de
protección. Muchos beneficiarios de los servicios asistenciales,
sanitarios y educativos se convierten en un problema de seguridad
ciudadana. Nace de este modo los guetos donde se concentran familias
pobres, poblaciones consideradas marginales, zonas deprimidas, minorías
étnicas, desempleo estructural y desafiliación cultural.
Frente a las pobrezas actuales, se necesita la vía política que
garantice los bienes de justicia por debajo de los cuales no hay vida
humana, la vía social que facilite el acceso a esos bienes mediante la
colaboración ciudadana y movilización social y la vía cultural que
desarrolle capacidades para elegir la vida que se considere deseable.
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