Siento ser reiterativo, pero no veo cómo
evitarlo. En España muchos asuntos ocupan la atención de la
colectividad, nutren debates y tertulias: la crisis económica, la
llamada regeneración democrática, los demás proyectos
legislativos del gobierno, la corrupción, el efecto Podemos, el destino
del PSOE, la unidad de la izquierda. Temas muy importantes, desde luego;
tanto que apenas se dedica la atención que merece a otro infinitamente
más grave, de mayores consecuencias a corto, medio y largo plazo: la
posibilidad de la separación de Cataluña. Y no se le dedica porque los
españoles no acaban de percatarse de su trascendencia; no creen, en el
fondo, que dicha posibilidad sea una probabilidad; no ven correctamente
la situación real; piensan, casi inconscientemente, que no llegará la sangre al río.
Quizá
por eso, y no por tradicional incuria, carecen de propuestas positivas
alternativas a la requisitoria independentista. Los socialistas, tan
nacionalistas españoles como los conservadores, esgrimen un confuso
proyecto federal en el que no creen ni ellos como se prueba por el hecho
de que no lo aplicaran en sus veinte años de gobierno. Los
conservadores no solamente carecen de toda propuesta sino que lo tienen a
gala porque, a su juicio, las cosas están muy bien como están, el
independentismo es un delirio o un delito y medios tiene el Estado de
tratar con él, sea lo uno o lo otro o ambas cosas al mismo tiempo. El
mero hecho de que toque a este gobierno, tan limitado intelectualmente
como reaccionario y nacionalcatólico, tratar con el mayor desafío a la
unidad de España de los últimos cien años o más es ya una tremenda
desgracia.
Entre
otras cosas, la Transición fue un compromiso de solución de la
sempiterna cuestión territorial española. Fue más cosas y todas ellas
por compromisos cuyo mayor defecto fue la desigualdad o asimetría. No
corresponde aquí hablar de los demás pero en lo referente a la
organización territorial del Estado, el título VIII de la Constitución,
el fracaso es ya evidente. Y lo es porque la derecha, especialmente la
derecha, aunque haya participado el conjunto del nacionalismo español,
incluido el de izquierda, no ha respetado su parte en el compromiso. La
transición, entendida como la última fórmula de convivencia de las
distintas naciones en el Estado español, ha fallado. Hemos alcanzado un
punto de no retorno del que, sin embargo, la opinión pública española no
parece tomar conciencia. Y ese es el motivo de mi preocupación e
insistencia. De todo ello trato de dar cumplida cuenta en el libro que
sacará Península próximamente sobre El ser de España y la cuestión catalana.
Aquí
proseguiré ese razonamiento al hilo de la actualidad. La pregunta de
quién será la culpa si España se rompe se responde señalando a la
derecha. Fundamentalmente porque su estilo autoritario, intransigente,
impositivo de gobierno de siempre excluye los acuerdos con agentes
distintos. Con mayoría absoluta, la derecha no pacta nada, ni las
medidas para garantizar eso que dice le preocupa tanto de la unidad de
España. Los españoles han de aceptar el criterio nacionalcatólico
tradicional o callarse y excluirse de la refriega. La derecha
intolerante, este gobierno, sin ir más lejos, tiene toda l a
responsabilidad de lo que suceda porque no permite participar a nadie
más salvo que acepte sus términos.
Y
¿qué terminos son esos? Un breve repaso a la situación: el cardenal
Cañizares, nuevo arzobispo de Valencia, toma posesión hablando de la
prioridad de la unidad de España. ¿Qué España? La de la Cruzada, según
recordaba hace una fechas otro clérigo en Los Jerónimos de Madrid,
animando a las huestes cristianas a emprenderla si es necesario. El
inefable ministro de Educación arrancó su mandato queriendo españolizar
a los niños catalanes, siendo así que, según su ideología, ya son
españoles por el hecho de ser catalanes. Querrá decir, más españoles; o
menos catalanes. Los militares rezongan en los cuarteles y sus revistas y
formulan vagarosas e indirectas amenazas que nadie quiere oír.
El
presidente del gobierno muestra una insensibilidad pasmosa. Se limita a
decir que no es posible ir contra la ley, de la cual él es el garante.
Él, que la cambia cuando le conviene por meros intereses partidistas y
que carece de todo crédito en punto a comportamientos estrictamente
legales. Cospedal propone un frente español antinacionalista en Cataluña
del que, como muy buen tino, se han distanciado el PSC y Unió que no
quieren verse en tan intemperante como provocativa compañía. Y Sáez de
Santamaría riza el rizo recomendando altaneramente a Mas que no
obstaculice con pendejadas soberanistas el potente liderazgo español en
la recuperación europea. Lo irritante de esta impertinencia no es que dé
por ciertas las habituales mendacidades y fabulaciones de su jefe Rajoy
sobre la salida de la crisis, sino que sea la enésima prueba de la
intolerancia y la soberbia de la derecha española: lo que tienen que
hacer los nacionalistas catalanes (y todos los que no piensen como ella)
es callarse y no dar la brasa. España es el predio de la oligarquía
nacional-católica de toda la vida, perfectamente representada en este
gobierno.
¿Y
la sociedad civil? El ministerio de Asuntos Exteriores acaba de
prohibir un acto de presentación de una novela de Albert Sánchez Piñol
en el Instituto Cervantes de Utrecht. La novela versa sobre la toma de
Barcelona en 1714. El ministro García Margallo lo prohíbe por "razones
políticas", sin calibrar (y eso que es diplomático) lo que tiene de
simbólico que la censura se haga en Utrecht y mucho menos la carga que
le añade su propia personalidad y biografía porque García Margallo es
sobrino nieto de un capitán García-Margallo muerto en El Annual en 1921 y
bisnieto de un general Margallo muerto en Melilla en 1893, en la
llamada "guerra de Margallo". Es decir, un descendiente de una típica
familia africanista y, por ende, franquista.
En efecto, ¿y la sociedad civil? Los intelectuales, los escritores, las figuras públicas brillan aquí por su ausencia. No han sido capaces de subscribir una carta o manifiesto como la de los famosos ingleses dirigida a los escoceses y en la que, respetando su derecho a la secesión, les pedían que no se fueran. Al contrario, de haber suscrito algo han sido piezas hostiles al nacionalismo catalán, bien de modo bronco, negándole legitimidad y legalidad, bien de forma más morigerada pero similares intenciones. Y tampoco parecen dispuestos a elevar la voz ante un acto flagrante de censura, de negación de libertad de expresión a un colega por el hecho de ser catalán y escribir desde perspectiva catalana, aunque lo haga en español.
Nada. Un vergonzoso silencio frente al desafío mayor a la persistencia de la nación como la conciben los estamentos pensantes españoles. Si acaso, algunas divagaciones altaneras sobre la pobreza conceptual de los nacionalismos en general de los que, por supuesto, están excluidos quienes las elaboran. Pero de eso se tratará en otro post.
En efecto, ¿y la sociedad civil? Los intelectuales, los escritores, las figuras públicas brillan aquí por su ausencia. No han sido capaces de subscribir una carta o manifiesto como la de los famosos ingleses dirigida a los escoceses y en la que, respetando su derecho a la secesión, les pedían que no se fueran. Al contrario, de haber suscrito algo han sido piezas hostiles al nacionalismo catalán, bien de modo bronco, negándole legitimidad y legalidad, bien de forma más morigerada pero similares intenciones. Y tampoco parecen dispuestos a elevar la voz ante un acto flagrante de censura, de negación de libertad de expresión a un colega por el hecho de ser catalán y escribir desde perspectiva catalana, aunque lo haga en español.
Nada. Un vergonzoso silencio frente al desafío mayor a la persistencia de la nación como la conciben los estamentos pensantes españoles. Si acaso, algunas divagaciones altaneras sobre la pobreza conceptual de los nacionalismos en general de los que, por supuesto, están excluidos quienes las elaboran. Pero de eso se tratará en otro post.
Lo
dicho: si España se rompe la culpa será de la derecha nacionalcatólica.
Y el asunto es un verdadero sarcasmo porque esta derecha es la heredera
ideológica de la que desató un golpe de Estado, una guerra civil y más
de treinta años de dictadura para evitar dicha ruptura, exterminando no
solo a los nacionalistas sino también a las izquierdas, a las que
acusaba de connivencia con estos.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED
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