lunes, 15 de agosto de 2011

Los indignados de Chile / Peter Landelius *

Las manifestaciones callejeras y las tomas de colegios y facultades ya llevan más de dos meses. El otro día, el ex presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle llegó a cuestionar públicamente si el país es gobernable? ¿Qué pasó con el «mateito» de Sudamérica, la envidia de un continente, el ejemplo de buena gestión y de tranquilidad social?

Las exigencias no son nuevas. En el Gobierno anterior, el de Michelle Bachelet, los estudiantes de Secundaria -los «pingüinos»- tomaron calles y colegios en protesta por la mala educación. La presidenta logró calmar los ánimos, pero se limitó a un tímido intento de mejorar la calidad de maestros y profesores a pesar de la feroz resistencia del sindicato. Hay un amplio consenso en el país sobre la urgencia de una reforma educativa, pero no sobre su contenido.

Justo antes de dejar el poder en 1989, Pinochet había hecho una ley de la educación que todavía rige. Municipalizó la parte pública de la educación Primaria y Secundaria, con efectos nefastos tanto para la enseñanza como el equipamiento de las escuelas. Los gobiernos democráticos aumentaron considerablemente los recursos de la educación: hoy, todos los niños chilenos tienen seis años de escolaridad. Pero la urgencia de mejorar la enseñanza tiene el apoyo de todos.

El reclamo de educación gratuita es un tema más divisorio, al igual que el de la prohibición del lucro (existente pero no respetado). El Gobierno de Sebastián Piñera se ve presionado por ambos lados: en su propia base, la mayoría son del partido UDI que nació bajo el ala de la dictadura, y el partido de más influencia en los variopintos manifestantes es el comunista. Aparte de los bandos extremos, los partidos políticos han sido lentos en formular sus opciones. Esta timidez de la clase política es parte de la explicación de que más de cien mil estudiantes estén en la calle.

Otra causa está en errores tácticos del Gobierno. Las manifestaciones han traído problemas de orden público por atraer elementos marginales que aprovechan para robos y destrucción. Hace una semana, al ver que los manifestantes no respetaban los trayectos que se les otorgaba sino que insistían en protestar en la avenida principal, la Policía disolvió la manifestación siguiente con abundante gas lacrimógeno y chorros de agua. Esto llevó a masivas acusaciones de represión excesiva y desató una ola de cacerolazos en gran parte de la capital, protesta que no se había oído desde los tiempos de la dictadura. Unos días más tarde los estudiantes se indignaron al descubrir un policía disfrazado entre sus filas más radicales.

No sólo el Gobierno señala con preocupación el riesgo inminente de que los estudiantes de colegios y de algunas facultades universitarias pierdan el año. Otro riesgo es el de una polarización que Chile no necesita ni quiere. Varios sindicatos ya están sumando huelgas de apoyo. Los que ya deberían haber tomado el tema en sus manos -los miembros del Congreso- siguen posicionándose. Mientras tanto, los estudiantes enardecidos ya exigen que el conflicto se resuelva por una asamblea constituyente y un plebiscito (que la constitución vigente no contempla).

(*) Diplomático sueco residente en Chile

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