1. PRESENTACIÓN
Las dificultades que ha tenido que superar la organización de este
evento es una muestra más de la incompatibilidad entre democracia y
monarquía. La organización de este evento ha sido obstaculizada
sistemáticamente por los aparatos de Estado para impedir que se
realizase el programa previsto. Gracias a su dedicación y a su voluntad
podemos estar ahora aquí para, entre todas y todos, avanzar un poco más
en la crítica radical del orden establecido, que es de lo que se trata.
El lema que nos convoca y nos unifica en nuestras reflexiones puestas
a debate no es otro que el que surgió al instante en centenares de
millones de seres humanos cuando vieron atónitos al rey español
arremeter contra el presidente electo de Venezuela, Hugo Chávez. Aquél
«¡¿Por qué no te callas y dejas hablar»?!, mitad mandato imperativo,
mitad pregunta furiosa. Millones de personas, muchas de ellas «súbditos
de Su Majestad» en el Estado español, quedaron boquiabiertas y
sorprendidas por semejante retroceso a los peores tiempos del
colonialismo ahora redivivo. Muy pocas, las reaccionarias y añorantes
del derrotado imperio español, aplaudieron a rabiar.
El 11 de noviembre de 2007, el presidente de Venezuela, electo
mediante un impoluto procedimiento democrático, estaba dirigiendo la
palabra a otros presidentes, dignatarios y cancilleres latinoamericanos,
y fue interrumpido bruscamente por un iracundo monarca español que le
negó por unos segundos el ejercicio del elemental derecho a la libre
expresión. Tamaño autoritarismo generó una fulminante reacción
internacional de respuesta crítica, de denuncia por semejante
arbitrariedad. Ahora, cinco años más tarde, nos encontramos aquí para
debatir en esta Contra Cumbre diversos aspectos importantes que se
derivan de aquella agresión verbal.
Fue precisamente en verano de 2007 cuando estalló oficialmente la
crisis capitalista mundial. Desde entonces, estamos viviendo un áspero y
creciente enfrentamiento social, se está agudizando la lucha de clases y
la lucha de liberación de los pueblos oprimidos, pero también los
ataques del capital contra la humanidad trabajadora se multiplican. El
derecho a la libre palabra, a la libertad de expresión y de crítica,
corre cada vez más peligro porque la verdad, que siempre es
revolucionaria, está descubriendo las causas de las crisis, sus
responsables, sus beneficiarios, y a la vez sus consecuencias
terribles, desastrosas, para las clases explotadas.
Siempre es peligroso decir la verdad, pero siempre es necesario
decirla. La Contra Cumbre de 2012 tiene como objetivo decir la verdad
sobre lo que significa la presente Cumbre Latinoamericana y, en
concreto, en nuestro tema a debate, el de que no nos callarán, tenemos
la voluntad y asumimos la necesidad, por tanto el deber ético, de decir
la verdad sobre lo que se oculta debajo del comportamiento del rey de
los españoles cuando intentó hacer callar al presidente de Venezuela.
2. ACTUALIDAD DE LA CRÍTICA DEL MARX DE 1843
Todos sabemos que en una época tan temprana como 1843, Marx dedicó un capítulo entero en su Crítica de la filosofía del Estado de Hegel a «La Corona», en el que entre otras cosas sostuvo con su sincera radicalidad que: «El monarca es dentro del Estado el factor de la voluntad individual,
de la autodeterminación infundada, del capricho». Capricho y monarquía:
¿nos sugieren algo estas palabras de 1843 en los momentos actuales,
bajo una Constitución que en el título II, artículo 56, apartado 3,
afirma que: «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a
responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma
establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo,
salvo lo dispuesto en el artículo 65,2»? Por mucho que luego la
Constitución determine algunos controles de la monarquía, la realidad es
que nos encontramos ante un poder monárquico absoluto si lo comparamos
con el de otras monarquías de la Europa actual. Capricho e
irresponsabilidad, capricho e inviolabilidad.
La directa referencia a la identidad entre capricho y monarquía no es
casual en Marx. De hecho la desarrolla y profundiza poco después, en la
carta a Ruge de mayo de 1843, escribe:
«La monarquía no tiene otro principio que el hombre deshumanizado y
despreciable (…) Allí donde el principio monárquico se halla en mayoría,
los hombres se encuentran en minoría; donde se halla por encima de toda
duda, no hay hombres. ¿Por qué un hombre como el rey de Prusia -que no
tiene por qué sentirse problemático- no va a seguir simplemente su
capricho? ¿Y qué pasará si lo hace? ¿Planes contradictorios? Bueno, pues
no se hace nada. ¿Impotencia de las diversas orientaciones? Así como
así no hay otra realidad política. ¿El ridículo y los apuros? No hay más
que un ridículo y un apuro: tener que descender del
trono. Mientras el capricho se halle en su sitio, tendrá razón. Ya puede
ser tan voluble, atolondrado, despreciable como se quiera; siempre
bastará para gobernar a un pueblo que nunca ha conocido otra ley que el
arbitrio de sus reyes. Esto no quiere decir que un sistema descabellado y
el desprestigio dentro y fuera carezcan de consecuencias, no seré yo
quien garantice el barco de los locos; pero lo que si aseguro es: el rey
de Prusia será un hombre de su tiempo, hasta que el mundo al revés deje
de ser el mundo real».
Es innegable la actualidad de estas palabras de Marx simplemente
imaginando que en vez del rey de Prusia se habla del rey de España, y en
vez de «impotencia de las diversas orientaciones» se habla de la
impotente sumisión filomonárquica de los partidos políticos
supuestamente progresistas y hasta de «izquierdas», o sea, de la
denominada muy correctamente «oposición de Su Majestad», y del ideario
monárquico de la burguesía española. Los «caprichos» del rey son
mundialmente famosos, y uno de ellos fue el exabrupto autoritario y
filofascista con el que pretendió hacer callar al presidente de
Venezuela, Hugo Chávez, en una reunión internacional en América Latina.
Un presidente electo por mayoría probada en elecciones sin mancha
alguna, electo democráticamente, y que pone su cargo a disposición del
pueblo venezolano cada determinado tiempo, cosa que nunca ha hecho el
rey de España, impuesto a perpetuidad. En este sentido, el exabrupto de
Juan Carlos I contra Hugo Chávez era a la vez un ataque a la toda
Venezuela, representada a sí misma en la persona de su presidente
electo.
Ya que por capricho se entiende una acción o propósito vehemente, un
antojo que se realiza sin razón aparente, de manera súbita, podría
decirse que el fallido mandato autoritario del rey de España a Hugo
Chávez no fue un capricho sino un acto decidido, meditado y pensado.
Pero el problema es otro, es el de valorar realmente qué se entiende en
la práctica política del rey lo que se define como «capricho». Dicho de
otro modo, a un presidente de gobierno, o a un presidente de una
república no se le permite ningún capricho porque está sujeto a la
voluntad democrática expresada libremente en las elecciones, al menos
así dice la propaganda burguesa. Incluso un pequeño tirano filofascista
como Berlusconi, casi omnipotente, ha terminado dimitiendo y teniendo
serios problemas con la justicia oficial, entre ellos algunos que pueden
estar relacionados con supuestos «caprichos sexuales». Semejante
comportamiento, sin embargo, era normal, cotidiano en las monarquías y
poderes regios hasta no hace mucho, y todo indica que pueden seguir
siéndolo pero bajo el silencio oficial.
Lo que debemos estudiar es la pervivencia política medieval y
esclavista de la impunidad del rey, de su inviolabilidad e
irresponsabilidad legal, aunque se nombren algunos tímidos controles.
Impunidad unas veces disfrazada de capricho, otra de excentricidad, o de
afición personal al deporte selecto, a la caza, al esquí, y hasta de
«exceso de hombría». Precisamente esta es la cuestión a debate, la que
emergió abiertamente en la interrupción de la plática del presidente
venezolano, Hugo Chávez, por el rey de España: ¿Qué mensaje primitivo,
duro y cortante pervive incluso ahora en el abuso de poder del monarca
español? ¿Qué continuidad de símbolos de poder arcaico se materializó en
el gesto y en la voz monárquica española contra Venezuela? ¿Por qué
aquella arbitrariedad real fue sentida como un insulto, un desprecio
insoportable por millones de seres humanos, que no sólo por los y las
venezolanas?
Entendemos mejor lo que estoy preguntamos si avanzamos un poco en el
tiempo y analizamos el demoledor efecto desprestigitador que tuvo en la
ya muy debilitada legitimidad de la monarquía española aquella terrible
foto del rey matando elefantes, de cacería en África mientras la crisis
empobrece hasta la miseria a millones de sus «súbditos», mientras la
corrupción de miembros de la Familia Real amenaza con destapar un olla
podrida. Millones de «súbditos» comprendieron al instante lo anacrónico e
injusto de la monarquía, de cualquiera, lo insoportable ética y
políticamente de una estructura oprobiosa, dilapidadora e inaccesible e
indiferente a la razón crítica, democrática.
3. POLÍTICA BURGUESA Y DERECHO AL TIRANICIDIO
Pues bien, en la historia de las ideas políticas, de la llamada
filosofía política, o recientemente teoría política, el problema de la
deslegitimación del rey por sus caprichosos abusos es uno de los más
tratados; además, lo es en su extrema y decisiva profundidad, la de
plantearse la cuestión del derecho a la resistencia a los abusos y
caprichos del poder en general, y del monarca en nuestro caso, o de la
oligarquía o tiranía establecida, u otra forma de gobierno como la
democrática de la Grecia clásica ya en decadencia. No voy a extenderme
en las reflexiones de Platón sobre el derecho a la resistencia a la
tiranía, que siempre han de recordarse precisamente por venir de un
reaccionario de tomo y lomo, padre espiritual de una fecunda estirpe
reaccionaria que hoy campea a sus anchas incrustada en el imperialismo.
Tampoco voy a hablar de la doctrina católica sobre la resistencia al
poder injusto, ya sistematizada en el siglo IV-V por Isidoro de Sevilla,
entre otros, y enriquecida por Tomás de Aquino en el XIII y en el
XVI-XVII por el padre Juan de Mariana, por citar algunos exponentes.
Lo que recorre a esta doctrina es la supeditación del monarca a Dios,
a la ley divina, que cuando es atacada manifiesta y reiteradamente por
el monarca da a otros poderes inferiores, que apenas al pueblo
explotado, el derecho a intervenir corrigiendo los abusos y caprichos, o
en caso extremo a deponer al rey y a «hacer justicia». Pero no nos
hagamos ilusiones demasiado pronto, exceptuando movimientos heréticos
radicales, siempre perseguidos a muerte por el poder civil y
eclesiástico, que eran uno solo en la práctica, la «voluntad de Dios»
prohibió bajo pena de excomunión que el pueblo explotado utilizase la
mortífera, barata y democrática ballesta, porque con ella podía vencer a
las acorazados caballeros feudales, expropiarles sus tierras -muchas de
ellas de la Iglesia- y hacerlas comunes, colectivas, o repartirlas
entre las familias más necesitadas. La ballesta era un arma democrática
por excelencia, fácil de hacer y de usar, pero demasiado efectiva por su
alto poder de perforación. La «voluntad de Dios» fue comunicada a las
clases explotadas en el segundo Concilio de Letrán, en 1139: los
explotadores podían seguir tranquilos con sus caprichos, entre ellos el
de derecho de pernada, porque las clases explotadas tenían prohibido el
derecho a usar ballestas, lo que les volvía inofensivas e inoperantes.
¿De qué sirve, en estas condiciones, el derecho a la resistencia al
tirano si se te impone el desarme?
Pero las masas campesinas insurrectas, las naciones oprimidas como la
checa y su movimiento husita, los albigenses y cátaros, los
anabaptistas y munzerianos, y los príncipes y Estados protestantes,
calvinistas y luteranos, estos y otros movimientos complejos y
contradictorios entre sí, incluso enemigos a muerte por representar
intereses opresores y oprimidos, no respetaron la versión católica de la
«voluntad de Dios», sino que crearon sus propios derechos a la rebelión
contra la monarquía tiránica y contra Roma, justificados por
interpretaciones exclusivas y excluyentes del mismo dogma religioso.
Maravillosa dialéctica esta que llegó a plasmarse en el radical
«movimiento antiabsolutista» que afirmaba en los siglos XVI y XVII que
el absolutismo negaba la libertad humana creada por Dios, por lo que
éstos tenían el derecho a la resistencia al monarca, movimiento que
influyó en autores fundamentales como Althusius.
Deberemos esperar a que, coincidiendo en el tiempo pero no en la
mentalidad ni en el objetivo social con el padre Mariana, irrumpiera la
teoría de Maquiavelo explicando el derecho del pueblo a sublevarse
contra el Príncipe cuando este incumpliese las leyes de respeto y buen
gobierno. Maquiavelo era demasiado inteligente y crítico, demasiado
peligroso para el poder, y fue apartado de la vida pública y torturado.
Surgió entonces Bodin para matizar, recortar y acomodar en pleno siglo
XVII el derecho de resistencia a los intereses de la monarquía, en un
período sangriento al extremos por las guerras hugonotes en el reino de
Francia, por ejemplo, sin hablar ya de las «civilizadas atrocidades»
europeas en América y en África, Pero aún así Bodin no se atreve a negar
el derecho a la rebelión, aunque intenta encorsetarlo y reducirlo a su
mínima pero factible posibilidad.
Hemos hablado de Althusius, que murió a comienzos del siglo XVII, que
militó políticamente en defensa de los derechos del pueblo calvinista a
resistirse a las imposiciones católicas. Pero ni incluso Althusius da
plena libertad al pueblo explotado para decidir él mismo cuando y cómo
ha de resistirse sino que como todos los pensadores anteriores, intenta
mediatizarlo con vericuetos legalistas puestos en manos poderes que
deben decidir si se practica ese derecho o no, y cómo se ejerce, hasta
qué punto de radicalidad. Naturalmente, las masas europeas explotadas,
los pueblos aplastados por el naciente colonialismo europeo, tenían la
descortesía de no prestar oídos a Althusius y demás intelectuales.
Podríamos extendernos a otros autores como Pufendorf, también de esa
época, que si bien admiten y argumentan el derecho a la resistencia al
monarca, lo limitan de diversos modos; pero lo decisivo es que, como
hemos dicho, las clases explotadas actuaban frecuentemente aplicando su
visión empírica de la resistencia como necesidad. Tal fue el caso de la
Guerra de los Ochenta Años, de 1568 a 1648, guerra de liberación
nacional y de clase burguesa del pueblo holandés contra la ocupación
imperial española que aplicaba métodos atroces y brutales. Pero al
democracia holandesa, orgullo de la civilización del capital, también se
asentó en la represión de sus movimientos radicales, marginándolos y
reforzando el orden burgués.
Muy significativamente, fue esta guerra la que marcó el nacimiento
del capitalismo, tema en el que ahora no podemos extendernos, cuando
Hobbes (1588-1679) se convirtió en el defensor más acérrimo del poder
absoluto del soberano, del Estado, negando abiertamente el derecho a la
rebelión contra la injusticia y defendiendo la obligación del
acatamiento de las leyes por injustas que fueran. Mientras que Hobbes
exigía la obediencia ciega, en su Inglaterra la burguesía comenzaba otro
largo proceso de revoluciones violentas al negarse a pagar impuestos en
1639 y 1640, degollando nobles y reyes, pero también a miles de
católicos irlandeses, llevando al poder al republicano Cromwell en
1649, que implantó un régimen democrático para la burguesía pero
dictatorial para las fuerzas reaccionarias, régimen decisivo para
asentar lo que luego sería el imperio británico. Pero ese régimen
democrático burgués también y sobre todo fue represor y reaccionario,
dictatorial, contra sus bases populares radicalizadas, contra los
pequeños campesinos y artesanos libres, contra la empobrecida pequeña
burguesía que querían repartir o colectivizar las tierras y los bienes
de la nobleza vencida. Cromwell los aplastó, como poco antes lo había
hecho la burguesía holandesa revolucionaria con los artesanos y
campesino radicales. Las convulsiones sociales continuaron hasta que en
1688-1689, mediante la Gloriosa Revolución, se afianzó definitivamente
el poder formado por la alianza entre la burguesía en ascenso y la
fracción más lúcida de la nobleza terrateniente.
Durante estos años decisivos en los que nació la civilización del
capital, ninguna fuerza progresista siguió los consejos de Hobbes, pero
sí los argumentos diferentes de Spinoza (1631-1677) y Locke (1633-1704)
sobre el derecho a la resistencia. Spinoza fue bastantes más progresista
en el sentido histórico que Locke, y por eso fue expulsado de la
cofradía judía al ser acusado de hereje, mientras que Locke teorizó el
derecho de la burguesía a defender su propiedad privada contra los
abusos y caprichos del monarca. El capitalismo de la época no se
enfrentaba aún a una clase trabajadora fuerte y cohesionada, como
empezaría a ocurrir desde finales del siglo XVIII en Inglaterra y sobre
todo desde 1830-1848 en el resto de Europa, por lo que todavía dominaba
abrumadoramente el derecho burgués a la rebelión contra la monarquía
absolutista y tardomedieval.
Pero el derecho burgués a la rebelión contra la tiranía se limitaba a
la esfera política, y siempre a la política dominante. Las masas
quedaban excluidas, pero a la vez quedaba excluida una parte elemental
del derecho a la resistencia, me refiero al derecho a la resistencia
intelectual, a la libertad de crítica intelectual. La Inquisición
católica era el terrorismo institucionalizado, pero también eran
terroristas las versiones luteranas y protestantes del cristianismo. El
caso de Meslier (1664-1729), o cura ateo, es paradigmático ya que no
sólo revela cómo y en qué condiciones de clandestinidad debía
ejercitarse el derecho a la rebelión intelectual, sino también muestra
el colaboracionismo con el poder opresor de lo más florido de la casta
intelectual, como el caso de Voltaire (1694-1778) quién en 1762 laminó
el ateísmo materialista de Meslier, amputando su esencia revolucionaria y
convirtiéndolo en una simple opinión discordante y algo incómoda, pero
nada más. Voltaire, tenido como el summun del librepensamiento, fue en realidad el escribano progre del absolutismo tardofeudal.
Meslier se atrevió a argumentar la irreprochable lógica atea tal como
se entendía a Dios en aquel tiempo. Aunque hoy su ateísmo debe ser
contextualizado y enriquecido, es innegable que tenía y sigue teniendo
razón en el punto crítico que latía en el ateísmo de su época: si Dios
no existe ¿de dónde viene la legitimidad del rey? Si Dios es una mentira
de los ricos, de los poderosos para engañar a los explotados y
exprimirles pacíficamente hasta la última gota de sudor y de aliento,
¿qué otra cosa es la monarquía sino un engaño para beneficiar a los
poderosos e idiotizar a los explotados? La carga revolucionaria de este
ateísmo es obvia. Hay que partir de aquí para comprender el debate que
se mantuvo entre grupos ateos clandestinos y el poder intelectual:
Voltaire dijo que «si Dios no existiera habría que inventarlo», a lo que
los ateos clandestinos respondieron: «Si Dios existiera habría que
ejecutarlo».
En realidad, este ateísmo argumentaba indirectamente la ejecución del
monarca simbolizada en la ejecución de Dios. El derecho de rebelión
intelectual como anuncio de la rebelión física. Pero el problema era
más profundo y, sobre todo, era directamente político. Fue Diderot
(1713-1784) quien puso el dedo en la llaga al afirmar que «el hombre
sólo será libre cuando el último rey sea ahorcado con las tripas del
último sacerdote». Diderot sabía que la Iglesia era un poder terrenal
decisivo para la supervivencia de la monarquía, pero su crítica no
llegaba a las profundidades de la alienación y de la deshumanización
unidas a la propiedad burguesa, sino que se quedaba a media distancia,
la de las conexiones entre la Iglesia y el rey, por un lado, y la
libertad abstracta del ser humano por otro lado.
A pesar de esta limitación, era una denuncia radical en su época que,
como hemos dicho, puso el dedo en la llaga: la libertad humana no
podría conquistarse sin acabar con la monarquía y con la Iglesia. El
derecho a la resistencia se transformaba con Diderot en necesidad de la
resistencia, o más concretamente, necesidad del tiranicidio, de la
ejecución del tirano en cualquiera de sus formas, fuera rey o sacerdote.
Al dar el salto del derecho a la necesidad, Diderot abría la puerta
para la posterior llegada del derecho socialista a la rebelión, es
decir, de la necesidad de la revolución proletaria como materialización
práctica de tal derecho, como luego veremos al estudiar a Engels.
Rousseau (1712-1778) fue el máximo exponente de los años de gloria
del derecho burgués en su versión reformista, pero también anunciaba en
sus ambigüedades y lagunas los límites sociales e históricos insalvables
que contradecían ese derecho y lo enfrentaban cada vez más al auge de
la clase obrera que practicaba su específico derecho a la rebelión, un
derecho que llegaría a ser socialista. También laten en Rousseau las
contradicciones crecientes entre el derecho burgués europeo,
eurooccidental, y el derecho a la resistencia no escrito apenas, oral,
pero masivo en su aplicación desesperada de los pueblos americanos,
africanos y asiáticos. En Rousseau y en muchas de las utopías de la
época el «buen salvaje» apenas cuadraba con la realidad de la
explotación colonial, pero tampoco con la realidad de la explotación
interna entre las naciones que ahora llamados «originarias», y menos con
la inhumana práctica de la esclavitud.
4. EXPLENDOR DE LA REVOLUCIÓN BURGUESA ANTIMONÁRQUICA
El punto álgido, supremo, del derecho burgués a la rebelión se
produjo en el último tercio del siglo XVIII, con las revoluciones
norteamericana y francesa. En la primera, se reconoce explícitamente ese
derecho recogido en la declaración de independencia estadounidense en
1776, «la ley natural le enseña a la gente que el pueblo está dotado por
el creador de ciertos derechos inalienables y puede alterar o abolir un
gobierno que destruya esos derechos». En la segunda, en la francesa,
«el fin de toda asociación política es la conservación de los derechos
naturales e imprescindibles del hombre. Tales derechos son la libertad,
la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión», en el
artículo 2 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano
del 26 de agosto de 1789, derecho vuelto a reafirmarse en 1793 con esta
otra declaración: «Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo la
insurrección es para el pueblo, y para cada porción del pueblo, el más
sagrado de sus derechos y el más indispensable de sus deberes». Por
falta de tiempo, no voy a citar a los ideólogos franceses y yanquis que
alimentaron intelectualmente a ambas revoluciones burguesas.
Eran derechos burgueses que se negaron al pueblo trabajador, a las
mujeres y a las naciones oprimidas esclavizadas o no, en cuanto
empezaron a exigir con sus acciones su derecho a la justicia, a la
libertad, a la no explotación. Tanto en Estados Unidos como en el Estado
francés, la burguesía victoriosa no dudó en lanzar sus ejércitos para
reprimir a quienes habían sido las verdaderas fuerzas revolucionarias
que les habían aupado al poder con sus sacrificios y sus vidas. Del
mismo modo, en Gran Bretaña de la misma época, la burguesía que había
derrocado reyes y peleado a muerte con el feudalismo católico, no dudó
en masacrar al movimiento obrero nacido de la primera industrialización,
al que negó todo derecho a la resistencia, e impuso el deber supremo de
la obediencia pasiva, del mismo modo en que Cromwell había reprimido al
ala revolucionaria del ejército republicano, como hemos visto.
En cuanto la burguesía tomaba el poder político, material, comenzaba a
girar a la derecha su poder intelectual, cultural. La revolución en
Haití, feroz y larga, de 1791 a 1804, fue un hecho de transcendencia
mundial porque además de ser esta isla la primera productora de azúcar
también fue la primera revolución antiesclavista e internacionalista por
esencia, sin cuya ayuda masiva en armas y dinero al ejército de Bolívar
se hubiera retrasado mucho la independencia latinoamericana a la que
todavía no le han perdonado su atrevimiento. Por ello los Estados se
lanzaron con odio genocida contra esta heroica isla revolucionaria. La
revolución haitiana, junto a la francesa, marcó el inicio del giro
contrarrevolucionario del pensamiento burgués en todos los aspectos. No
voy a extenderme en los ideólogos monárquicos franceses e ingleses de la
época, ni tampoco en la segunda oleada de conservadurismo
contrarrevolucionario, la que llega a su máxima expresión ideológica en
la década de 1840-1850.
Para el tema que tratamos, el de la respuesta social a los abusos
caprichosos de la monarquía irresponsable, nos interesa más dejar
constancia del giro derechista de la filosofía política alemana en dos
de sus grandes teóricos, Kant y Fichte, y de las dificultades de un
Hegel que no podía resolver la contradicción que minaba su dialéctica
idealista. Es importante detenernos rápidamente en la «escuela alemana»
porque buena parte de los argumentos políticos posteriores anclan en sus
ambivalencias y tesis. Por ejemplo, Kant (1724-1804) estaba muy cerca
de las tesis de Hobbes, rechazando como este el derecho a la
resistencia, pero matizando en una crítica suave a Hobbes que el deber
de la obediencia al Príncipe no anula todos los derechos del pueblo,
sino afirmando que debían existir cauces pacíficos de expresión del
pueblo. Fichte (1762-1814) comenzó defendiendo el derecho a la rebelión
pero impresionado por la violencia impactante de las revoluciones de
finales del siglo XVIII, de las guerras napoleónicas y de otros
conflictos, terminó derivando hacia un neoplatonismo que justificaba la
necesidad del «gobierno de los mejores» sobre el pueblo llano, y
absteniéndose él mismo, Fichte, de dar alternativas concretas al
problema de la opresión.
Hegel (1770-1831) vivió y pensó siempre dentro de contradicciones:
daba clases a cargo del Estado pero era vigilado por la policía secreta
por sus ideas; pensaba la dialéctica como lucha de contrarios, pero la
reducía a la lucha interna en la Idea Absoluta; era idealista pero con
un poso de materialismo no reconocido; estudiaba el cambio permanente en
el mundo entero, pero desde una visión de realización definitiva de la
Idea en la cultura alemana, etc. Su visión de la violencia legítima
contra la tiranía también es contradictoria porque todo su método
dialéctico le lleva a afirmar la inevitabilidad del choque de
contrarios, del salto cualitativo mediante la negación de la negación,
es decir, mediante la ruptura revolucionaria, pero reduce esta
dialéctica a su aspecto idealista, abstracto, formal. Las revoluciones
estallan así en la Idea como efecto de las contradicciones del sistema
político, pero no estallan en la realidad, o si lo pensó no lo escribió
¿por miedo?
Hegel no vivió la fase de súbita radicalización de las masas
trabajadoras entre 1830 y 1848, por lo que no pudo disponer de las
nuevas «expresiones del Espíritu» que tumbaron todas las certidumbres
burguesas y forzaron a los ideólogos de esta clase a realizar la segunda
oleada de filosofía política contrarrevolucionaria, a la que nos hemos
referido arriba. Pero es sabido que el pensamiento y la inteligencia
humana viven gracias a las contradicciones, alimentándose de ellas y
dentro de ellas, de modo que fueron las limitaciones de Hegel, más otros
conocimientos sociopolíticos, económicos, históricos, científicos,
etc., lo que ayudaron a la aparición del marxismo y del derecho
socialista a la rebelión, irreconciliable con el derecho burgués. Antes
de que Marx escribiera el demoledor ataque a la monarquía, Buonarroti
(1761-1837), Babeuf (1760-1797) y Blanqui (1805-1881), por citar unos
pocos, ya practicaban en Europa el derecho a la resistencia desde
perspectivas políticas situadas a la izquierda del socialismo utópico.
Me limito al marco europeo porque sería alargar en exceso mi
intervención si enumerase la impresionante lista de personas buenas,
dignas y heroicas que en el mundo entero luchaban contra la injusticia
en general y contra el colonialismo occidental en concreto.
5. ACTUALIDAD DE LA CRÍTICA DE ENGELS DE 1845 Y 1884
Tras este repaso sucinto de las reflexiones de la teoría política
sobre cómo controlar, frenar o sencillamente enfrentarse a las
arbitrariedades del rey, podemos volver al Marx de 1843 y a su
devastadora crítica de cualquier monarquía, de la institución en cuanto
tal, aunque él se volcase contra la prusiana. La crítica marxista va al
corazón del problema, a su esencia que no es otra que la deshumanización
inherente a todo régimen monárquico. Y después, sobre esta base,
plantea reflexiones políticas. En 1845 Engels escribió su imprescindible
investigación sobre La situación de la clase obrera en Inglaterra,
obra en la que no critica en concreto a la monarquía británica pero en
la que, por un lado, se afirma que en aquel entonces la lucha por la
democracia significaba la lucha por el comunismo y, por otro lado, está
siempre presente el derecho de la clase trabajadora a la resistencia
contra la burguesía monárquica. Tras una larga exposición de luchas y
experiencias organizativas, afirma: «Estos hechos son prueba suficiente
de que en Inglaterra, inclusive en períodos de negocios fluidos como a
fines de 1843, la guerra social está declarada y se lleva a cabo
abiertamente».
En una monarquía industrializada y con «controles democráticos y
parlamentarios» burgueses, el derecho socialista a la resistencia se
expresa mediante la «guerra social» declarada y abierta incluso en
períodos de expansión económica. Que se trata de una «guerra social»
vuelve a quedar patente cuando más adelante Engels analiza la
«declaración bélica» de la burguesía contra el proletariado, consistente
en el malthusianismo y en la nueva ley de pobres. Ahora existe la moda
intelectual de hablar de la «biopolítica» y del «biopoder», pues bien
toda la obra de Engels aquí citada es un impresionante compendio teórico
de ambas cosas, pero escrito con mucha antelación. Del mismo modo, y
para ir concluyendo este apartado, vamos a citar al tardío Engels
también sobre el problema de las leyes monárquicas antisocialistas y la
prohibición explícita del derecho a la resistencia, o lo que es lo
mismo, del derecho a la revolución. Me refiero a la muy actual carta de
Engels a Bebel del 18 de noviembre de 1884, en la que el viejo
revolucionario rechaza sin contemplaciones la exigencia del Estado
prusiano de que los socialistas, y sólo ellos, renuncien al derecho a la
revolución, a la rebelión, para ser legalizados.
Así, en 1843 Marx ataca a la monarquía por su inhumanidad; en 1845
Engels, estudiando la explotación humana en un Estado monárquico afirma
que la democracia significa el comunismo y la práctica de la «guerra
social», de la resistencia; y por último, en 1884, Engels se opone
frontalmente a que se renuncie al derecho a la rebelión para que el
partido socialista sea legalizado por un Estado monárquico. Sin mayores
análisis ahora descubrimos una nítida línea roja que une 1843 y 1884 que
se enfrenta en lo elemental a la crítica burguesa: el derecho
socialista a deponer al rey, derecho que en determinado momento se
transforma en necesidad por la dialéctica de la lucha de clases. Aquí
está la esencia de la crítica marxista a toda monarquía: hay que acabar
con ella para afirmar prácticamente la humanidad humana.
La diferencia cualitativa entre el derecho burgués a la resistencia
al tirano, el que fuera, y el derecho socialista a la revolución radica
en que el socialismo pone en el centro del problema la cuestión de la
propiedad privada de las fuerzas productivas, siendo la tiranía, el rey,
la opresión, la Iglesia, meros efectos de las contradicciones sociales
desatadas por la propiedad burguesa. En 1843 Marx no había descubierto
aún la teoría de la plusvalía, la ley del valor-trabajo, etcétera, y no
había desarrollado la crítica del fetichismo de la mercancía, pero la
insistencia en la deshumanización inherente a la monarquía y/o al
Estado, que viene a ser lo mismo en ese contexto, se mantendrá como
elementos constante en todo el marxismo.
La propiedad burguesa, en su desenvolvimiento social, impone la
deshumanización, la alienación, la fetichización, la cosificación. Todas
ellas, sin extendernos ahora en el tema, son características de la
mentalidad monárquica dentro del capitalismo. Del mismo modo que el
patriarcado precapitalista tuvo que transformarse en sistema
patriarco-burgués para servir con eficacia al capital, como antes se
había transformado para servir al feudalismo y al esclavismo y en parte
al modo tributario, del mismo modo la monarquía fue transformada al
sistema capitalista primero en la revolución holandesa y después en la
revolución inglesa tras la muerte de Cromwell y sobre todo desde
1688-1689.
Aunque es innegable que la monarquía capitalista mantiene rituales,
ceremonias y pompas idénticas en la parafernalia suntuosa y ostentosa a
las que se realizaban en los imperios persa, chino, etc., con sus actos
de sumisión y acatamiento al poder real, siendo esto así, sin embargo la
monarquía capitalista se diferencia cualitativamente de todas las
anteriores en que ahora la propiedad privada, la burguesa, está en sí,
legalmente, fuera de la propiedad real, de la Casa Real, de modo que el
rey, por muy poderoso que fuere, no puede apropiarse a su antojo,
capricho y libre arbitrio o cumplimiento trámites muy simples, de las
propiedades de otros burgueses.
Una vez que se impone la propiedad burguesa, el problema del derecho a
la rebelión contra la tinaría monárquica sufre un cambio cualitativo
porque la monarquía pasa de ser el problema crucial a superar, como
sucedía en el feudalismo, a ser una simple cuestión de eficacia
gubernativa, es decir, de eficacia para la explotación asalariada. Si la
forma-monarquía deja de ser efectiva para el capital, la burguesía
impone la forma-república, y si, por lo que fuese, ésta se vuelve en un
freno, la burguesía puede optar por cualquier forma de bonapartismo,
militarismo, nazifascismo o incluso por volver a la forma-monarquía pero
bajo nuevas exigencias. Si en el feudalismo la caída de la monarquía
era el inicio de la caída del feudalismo, más o menos bruscamente, en el
capitalismo la caída de un reyezuelo bribón y corrupto puede ser
necesaria para recuperar la tasa de beneficio.
Bajo la dictadura del sistema salarial el derecho a la rebelión
burguesa pierde toda su razón de ser, manteniéndose en todo caso ese
derecho burgués como derecho a intervenir con la violencia más
terrorista imaginable contra las clases y los pueblos que quieren acabar
con el capitalismo, o que, sin quererlo conscientemente, frenan u
obstaculizan de manera importante la expansión imperialista al negarse a
claudicar a sus exigencias. Por esto es conveniente releer siempre la
carta de Engels a Bebel del 18 de noviembre de 1884 ya que en ella, y a
parte de otras consideraciones, se afirma el derecho/necesidad
socialista a la revolución como derecho inalienable. Mientras que
Diderot defendía la necesidad de ejecutar al monarca, Engels defiende la
necesidad de la revolución socialista. Por tanto, acabar con la
monarquía es un paso para acabar con la propiedad privada, para avanzar
hacia la socialización de las fuerzas productivas como exigencia
objetiva para la extinción histórica simultánea de las clases sociales,
de la explotación asalariada, del patriarcado y de la opresión nacional.
Obviamente, en este proceso los reyes y reinas habrán pasado al
basurero de la historia y al museo de los horrores e ignominias.
6. EL REPUBLICANISMO DE LA CULTURA POPULAR VASCA
Hemos visto el antagonismo irreconciliable que existe entre
democracia y monarquía en general, y lo hemos visto mediante un muy
breve seguimiento de la historia de las luchas antimonárquicas burguesas
y seguidamente de las luchas socialistas y comunistas. En realidad, la
crítica a la monarquía que hago desde mi independentismo comunista vasco
se mueve dentro de este parámetro, pero aplicado a mis condiciones de
existencia. Por un lado, como ser humano libre, como parte del
ser-humano-genérico, soy natural y socialmente antimonárquico,
republicano, y por otra parte, en el mismo acto soy comunista vasco que
lucho por la independencia socialista de Euskal Herria, y por tanto por
una República Socialista Vasca. Consiguientemente mi crítica de toda
monarquía, la que fuera, se materializa tanto en la crítica del Estado
español como, positivamente, en la lucha por la República vasca. Seguiré
este esquema en lo que resta de exposición.
Hay que empezar diciendo que la institución monárquica, cualquiera,
nunca ha compaginado bien con las formas sociopolíticas vascas y con
nuestra cultura popular. Sin extendernos ahora en una exposición de la
historia política vasca, es un hecho que las instituciones de poder en
Euskal Herria se han movido siempre en un complejo e inestable
equilibrio entre una tendencia autoorganizativa local, y una tendencia
centralizadora a escala media, lo cual no anula en modo alguno la
existencia de la explotación de clases y patriarcal, la existencia de
poderes opresores que no dudaban en reprimir a un pueblo explotado que
tampoco se dejaba oprimir. Sin embargo, las tendencias a la excesiva
centralización del poder en pocas manos y a su absolutización monárquica
tradicional siempre chocaron en Euskal Herria con una resistencia tenaz
por parte del pueblo trabajador y con resistencias más o menos duras,
según los casos e intereses, por parte de las sucesivas clases
dominantes autóctonas. Basta comparar la historia sociopolítica vasca
con la de los Estados español y francés para confirmarlo.
El ejemplo de las denominadas guerras carlistas por la historiografía
española es concluyente. Para las masas explotadas vascas, campesinas,
artesanas, pescadoras, trabajadoras urbanas, para la empobrecida pequeña
nobleza rural y la casta sacerdotal de base, para sectores amplios de
la pequeña burguesía e incluso de la mediana burguesía, la defensa del
carlismo era casi exclusivamente la defensa de los Fueros Vascos,
símbolo y práctica de las leyes y usos propios del País, antes que la
defensa de una parte de la monarquía de un Estado mayoritariamente visto
como extranjero, la menos centralizadora y españolizadora. La larga y
desesperada resistencia armada popular, su masividad, se explica por la
defensa de unos Fueros que protegían mal que bien las decisivas
propiedades comunales y otros usos y costumbres -hoy llamados «derechos
sociales»- que asumían como propios del país.
Insisto en que esta realidad no anulaba ni negaba la existencia
cierta de la lucha de clases interna a Euskal Herria, que es una hecho
incuestionable del que ya hay datos inequívocos desde el siglo XII, e
incluso desde antes. Pero confirma que nuestra nación fue desde el siglo
XVI, como mínimo, coincidiendo con el fortalecimiento de la burguesía
comercial e industrial del hierro, un marco autónomo de lucha de clases,
especificidad que se fue reforzando conforme el capitalismo avanzaba de
su fase comercial y colonial a su fase imperialista, hasta llegar al
presente, en donde es ya una realidad obvia. La lucha de clases vasca
empezó a dar un salto cualitativo en lo que concierne al profundo
rechazo popular a todo rey o reina, conforme las monarquías
absolutistas francesa y española intervenían con sus ejércitos en
defensa del bloque de clases dominante autóctono desde el siglo XVI en
adelante, con la invasión del Estado vasco de Nafarroa, en primer y
decisivo lugar.
Desde entonces y de manera ascendente hasta finales del siglo XVIII,
la monarquía iba siendo identificada por el pueblo vasco cada vez más
como un enemigo invasor en vez que como un simple Señor que se había
comprometido a acatar los Fueros, leyes y costumbres del país. Fue desde
finales del siglo XIX en la parte de Euskal Herria bajo dominación
española cuando la monarquía intervino de manera brutal y aplastante en
apoyo de la burguesía industrial en ascenso, en contra del pueblo
trabajador vasco. A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX la
sensación popular sobre el papel represor de la monarquía y del Estado
liberal español, sobre el retroceso de las libertades y de los derechos
sociales, culturales, lingüísticos, etc., en contraste con la tradición
democrática del país era tan masiva que lo tuvieron que reconocer
autores como Max Weber, además de un PSOE que no dudó en ensalzar las
virtudes democráticas del himno vasco prohibido, el Gernikako Arbola,
himno de 1853 que defendía los valores de los Fueros y la identidad
nacional vasca y cuyo autor, Iparragirre, tuvo que exiliarse.
Una especie de «triple alianza» formada por la monarquía, el ejército
y la burguesía vasca actuó al unísono para consolidar el Estado español
y para aplastar los derechos nacionales vascos, defendidos desde
entonces y cada vez más por las clases trabajadoras, muy especialmente
desde la década de 1920-1930 en adelante. Es larga la lista de
intervenciones sociopolíticas directas del ejército y de la monarquía en
defensa de la burguesía industrial vasca para reprimir el ascenso de
las luchas obreras y populares, el ascenso del nacionalismo y del
independentismo, y sobre todo para abortar la fusión de la lucha
independentista con la lucha socialista y comunista, que comenzó a
insinuarse en la década de 1920, creció entre 1931 y 1937 y dio un salto
cualitativo e irreversible entre 1959 y 1967.
La monarquía reinstaurada por el dictador Franco y aceptada por el
grueso de la «oposición de su Majestad», muy especialmente por el PCE y
restantes «izquierdas» que aprobaron la Constitución de 1978, fue la
legitimadora del terrorismo de Estado contra el pueblo vasco que el PSOE
masificó desde su llegada al gobierno. La importancia de la monarquía
para el bloque de clases dominante en el Estado español al poco de la
muerte del dictador Franco fue creciendo en la medida en que necesitaban
una nueva legitimidad. La industria político-mediática se lanzó a lavar
la imagen del rey franquista, sobre todo después del golpe de Estado
del 23 de febrero de 1981. Posteriormente, la prensa se ha esforzado
hasta lo indecible por acallar todos los rumores y comentarios sobre
múltiples aspectos de la monarquía.
7. DERROTA ESTRATÉGICA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA
En lo que concierne a Euskal Herria, hay que decir que esta
institución fue decisiva en el intento de dar una cobertura
«democrática» a la ofensiva general contra nuestros derechos nacionales.
Ya desde el mismo «fracaso» del golpe de Estado de 1981, el rey fue la
pieza clave para la imposición de la LOAPA, un duro y rápido programa de
recentralización, parando en seco la tímida descentralización
autonómica anterior. Con la llegada del PSOE al gobierno se redoblaron
los esfuerzos por limpiar a la monarquía de toda duda y sospecha sobre
sus implicaciones en el golpe de Estado, a la vez que se silenciaban sin
pudor hasta la más mínima información que no favoreciera a la Casa
Real. El gobierno del PSOE tenía en el rey la figura publicitaria por
antonomasia para legitimar el terrorismo de Estado y la aplicación del
Plan ZEN, así como la implacable estrategia de desindustrialización del
tejido económico vasco que se ocultaba debajo de la «reconversión
industrial». Además, estas y otras medidas se vieron reforzadas por la
política de facilitar la rendición de un sector de ETA p-m y su
integración en el sistema, debilitando transitoriamente a la izquierda
abertzale.
La imagen pública y oficial del «rey demócrata», «chistoso y
bonachón», «campechano», imagen mimada y cuidada segundo a segundo por
la industria político-mediática, por los poderes del Estado y hasta por
la Iglesia, nunca fue aceptaba en Euskal Herria, pese a los esfuerzos
directos o indirectos del bloque constitucionalista, del bloque que
aceptó la Constitución monárquica y la defendió como una única «garantía
de las libertad». Al contrario, ya en 1981 los junteros de Herri
Batasuna protestaron a voz en grito cantando el Eusko Gudariak Gara,
himno al soldado vasco, delante del rey español en un acto en la Sala
de Juntas de Gernika; desde entonces, una y otra vez, la izquierda
abertzale ha mostrado su oposición frontal a la monarquía española con
una coherencia admirable y sin parangón en las izquierdas del Estado
español.
La izquierda abertzale ha hecho una verdadera pedagogía democrática y
republicana que ha anulado cualquier intento de anclaje en el
imaginario popular vasco del principio monárquico, actualizando en el
capitalismo de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI la
larga tradición antimonárquica inserta en la cultura popular vasca.
Además, el desprestigio de esta institución se acelera entre los pueblos
y clases explotadas del Estado español no sólo por lo irracional que es
en sí la monarquía, sino también por las corrupciones que le acompañan.
De cualquier modo, el problema no está resuelto porque debemos ser
conscientes del papel que la monarquía juega en estos momentos de crisis
estructural del Estado español.
En efecto, en la vital carrera por la productividad del trabajo a
escala mundial, el capitalismo español va perdiendo posición lenta pero
irremisiblemente, va quedando rezagado, es superado por burguesías que
sí cuidan las inversiones necesarias para aumentar su productividad.
Como marxistas sabemos que, a la larga, la ley de la productividad del
trabajo es la que rige el futuro de los Estados y de las naciones.
Producir más y mejor con menos tiempo de trabajo es el secreto del
beneficio burgués. Pero el bloque de clases dominante en el Estado
español, excepto fracciones burguesas vascas y catalanas, apenas se ha
preocupado por sistematizar políticas globales destinadas a aumentar la
competitividad productiva. Se han volcado más en el látigo que en la
zanahoria, más en la plusvalía absoluta impuesta por la represión que en
la plusvalía relativa sostenida por el consenso alienador.
El desprecio de la cultura dominante española por la técnica y la
ciencia, es muy antiguo, pero con el capitalismo llegó a su máxima
expresión. En 1909 Unamuno, crítico mordaz, dijo aquello de: «¡Que
inventen ellos!», refiriéndose a la dejadez e indiferencia española por
el conocimiento. La intelectualidad española, que ya arrastraba el
trauma de 1898, buscaba alternativas a la decadencia del Estado y fue
Ortega y Gasset el que en 1914 expresó en una sola frase lo que sería
luego el sueño incluso del franquismo desde la década de 1960 «¡España
es el problema, Europa es la solución!». La caída de la monarquía y la
instauración de la II República en 1931 no resolvieron el problema de
fondo. Maeztu dijo en 1934: «Me duele España», mostrando cómo el bloque
de clases dominante somatizaba el desastre en vez de buscar
alternativas.
Desde la primera crisis seria de la dictadura autárquica franquista,
al calor del turismo la burguesía optó definitivamente por el capital
financiero-inmobiliario desligándose poco a poco del industrial; luego,
también optó por el capital servicios que por el industrial, ya en
retroceso. La «reconversión industrial» aceleró la financiarización
económica y su progresiva e imparable dependencia del capitalismo
exterior. La mal llamada «década milagrosa», de 1997 a 2007 fue un
frenesí de egoísmo miope, de ceguera consumista, de desprecio por la
inversión en I+D+i. Este supuesto «milagro» también se basó en la
entrada de capitales extranjeros; en la entrada de dinero negro del
narcocapitalismo y de mafias internacionales; en la corrupción
administrativa, política y cultural inherente al clientelismo social
español; en la economía sumergida y en el fraude fiscal masivo; en el
«dinero de plástico», barato y fácil de pedir a la banca,
interesadamente dadivosa; y en la pasividad del movimiento obrero
desmoralizado y destrozado por el giro al reformismo descarado y
corrupto de la «oposición de Su Majestad», una ex izquierda que
alegremente había creado la nueva doctrina del «marxismo-ladrillismo».
La catástrofe de 2007 en adelante cogió desprevenida a la burguesía y
a sus peones. Uno a uno fueron desplomándose con desconcertante rapidez
todas las euforias superficiales y pueriles de hacía solamente unos
pocos años. La crisis era y es incluso cualitativamente más grave que la
de 1898, la de 1929-1936, la de 1959, la de 1975, etcétera. La crisis
es tan grave que hasta el sector burgués que poco antes jugueteaba con
la idea de cambiar la monarquía por una III República autoritaria,
neoconservadora y españolizada a tope, ha dejado ese proyecto en el
cajón, por ahora, y ha salido en defensa de una Casa Real agujereada en
sus muros y podrida en sus raíces. Hay que hacer piña, mientras en
Catalunya y en Euskal Herria, las ansias soberanistas e independentistas
avanzan con respectivos proyectos republicanos. Hay que hacer piña, y
la monarquía vuelve a aparecer como el centro salvador, por ahora. Pero
ya no es el único, como en 1978, sino que ahora la gravedad de la crisis
es tal, que el sector dominante en la gran burguesía española lo ha
dicho abiertamente por boca del banquero Botín: «El euro y la
integración de Europa no tienen vuelta atrás».
El rey, en este contexto, es y será la figura central que como el eje
de la rueda, cohesione todos los radios, manteniendo la ficción de la
«soberanía nacional española», que desapareció definitivamente en
2010-2011 con la aceptación incondicional de las exigencias de la Unión
Europea y de Estados Unidos. Por eso, la monarquía será durante un
tiempo el punto de bóveda en el que confluyan los diversos intereses
fraccionales de la burguesía y simbolice el nacionalismo imperialista
español, progresivamente enfurecido y fanatizado en contrapartida a la
pérdida de soberanía efectiva. Pero esta función no anula el hecho de
que la monarquía ha sufrido una derrota estratégica irrecuperable:
además de la corrupción y del gasto injustificable que supone
mantenerla, la monarquía es ya lógicamente insostenible para cualquiera
que argumente con una racionalidad objetiva. Pero lo decisivo radica en
que ha fracasado en la función política que se le asignó con respecto a
Euskal Herria.
(*) Revolucionario e intelectual vasco
Publicado en
Euskal Herria
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