La liturgia de las huelgas generales incluye irremisiblemente un
apartado en el que el reservorio espiritual del Occidente más liberal,
incluyendo al Gobierno de turno, a la patronal y a Esperanza Aguirre
-que es un fijo en esa quiniela- desgranan un conjunto de simplezas que,
en su opinión, constituyen la prueba del algodón de que el paro es el
capricho prehistórico de unos sindicatos trogoloditas que el país no
puede permitirse.
Últimamente ha cobrado fuerza el argumento de la mala imagen, ya que,
como se sabe, aquí nunca hemos dado que hablar y se pasa mucha
vergüenza en Bruselas en los consejos europeos posteriores,
especialmente con Angela, que siempre pregunta para fastidiar a Rajoy.
Así, claro, no se atraen inversores. ¿Quién va a meter aquí su dinero si
comprueba que la gente patalea cuando se la asfixia? ¿Qué confianza
vamos a transmitir si se demuestra que los seis millones de parados
aspiran a comer una vez al día? ¿Qué ejemplo transmiten unos ciudadanos
que se suicidan por las bravas cuando se les quita la casa en la que han
vivido por encima de sus posibilidades? ¿Por qué hay tanta resistencia
al progreso y se pretende que la educación, la sanidad o las pensiones
sigan siendo un derecho? ¿Cómo vamos a competir con China o con Sudán si
uno no puede reducir un 20% el sueldo a sus trabajadores cuando le dé
la gana o echarles a la puñetera calle sin que se arme la de San
Quintín? ¿Acaso queremos parecernos a Grecia?
Está demostrado que las huelgas empañan mucho el prestigio
internacional, sobre todo si, como ocurre con ésta, son “políticas”, tal
es la opinión de la exlideresa madrileña o del presidente de la CEOE,
Joan Rosell, que está empeñado en que todos queramos ser empresarios y
en que los niños no sueñen con Loterías sino en ser Amancio Ortega, que
es mucho más rentable. Es evidente que tenemos sueños de mierda y eso
provoca que tengamos un país de mediocres en el que Rosell es un líder
empresarial.
Pero volvamos a las huelgas “políticas”, que en opinión de Aguirre
tendrían que estar prohibidas. El debate es mas antiguo que el alicatado
hasta el techo de la cueva de Altamira y debería haber quedado resuelto
cuando hace más de 30 años la Organización Internacional del Trabajo
concluyó que el derecho de huelga no sólo existe para defender intereses
profesionales y económicos de los trabajadores sino para “la búsqueda
de soluciones a las cuestiones de política económica y social”. En
definitiva, se afirmaba, “la declaración de ilegalidad de una huelga
nacional en protesta por las consecuencias sociales y laborales de la
política económica del gobierno y su prohibición constituyen una grave
violación de la libertad sindical”. Nada que no pueda solucionarse
declarando ilegales a los sindicatos y, ya de paso, a la OIT.
Por si fuera poco, se ha dicho que con la huelga “no se consigue
nada”, evidencia definitiva para que este día 14 se acuda al trabajo con
más ganas que el 13. Al fin y al cabo, nada salvo represión se obtuvo
de la huelga del 1 de mayo de 1947; de poco sirvieron las del 51, cuando
el boicot a los tranvías de Barcelona forzó al franquismo a anular la
subida de tarifas, o las del 56, aunque ya un año antes el propio
sindicalismo vertical pedía un salario mínimo, jornada de ocho horas y
seguro de paro. Igual pasó con las del 58 en Asturias, País Vasco o
Cataluña, que llevaron al régimen a suspender varios artículos del Fuero
de los Españoles.
¿Sirvieron para algo las huelgas de las cuencas mineras asturianas de
abril de 1962, replicadas luego en León, Teruel o Andalucía, salvo para
que se decretara el estado de excepción en Asturias, Vizcaya y
Guipúzcoa? ¿Fueron útiles los paros de 1970 en respuesta al proceso de
Burgos? ¿Se consiguió algo con las muertes de varios trabajadores de la
Seat de Barcelona, de Bazán en Ferrol o de la central térmica de Sant
Adrià entre 1971 y 1973?
Todas estas acciones no valieron para nada. Es más, las muertes, la
represión y la torturas de aquellos años contribuyeron a una legislación
laboral, la del franquismo, que está en el origen de nuestros males.
¿Quién iría hoy en día a la huelga contra el tijeretazo a las
indemnizaciones por despido si éste hubiera sido siempre libre y
gratuito? ¿Quién lucharía por jubilarse a los 65 si lo normal fuera
morir a pie de obra rodeado de los nietos?
Nos jugamos el progreso y la modernidad. Llegados a este punto,
deberíamos renunciar a las conquistas arrancadas con sangre a la
dictadura para entregarlas a un Gobierno que hace lo que hace porque
sabe lo que tiene que hacer, dicho sea en palabras del presidente.
Pongámonos en manos de Luis de Guindos, que él también conoció las
hieles del paro cuando Lehman Brothers se fue a la quiebra. Hagámoslo
sin voces, para que nuestros vecinos europeos no nos señalen por la
calle, y, sobre todo, sin huelgas “políticas” con las que no se consigue
absolutamente nada.
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