La imagen de Iñaki Urdangarin huyendo de los periodistas a la carrera en una calle de Washington quedará como un icono del caso judicial que mediáticamente lleva el nombre del yerno del Rey. Empezó con una nada ejemplar huida empresarial hacia delante, siguió con una huida a Washington, por consejo de su suegro, y culmina con esta peculiar huida de la prensa. Podría ser un breve compendio de la desventura de un personaje que no supo entender el papel que él mismo escogió o que interpretó equívocamente algunas señales que le indujeron a confundir su rol. El resultado es que ahora Urdangarin, además de defender un comportamiento oficialmente declarado inadecuado, carga con la función añadida de chivo expiatorio para salvar a la familia real.
De modo que es hora de reconocer que Urdangarin no es el problema, es el epifenómeno de un problema de mucho mayor calado. ¿Cuál es entonces la cuestión? La falta de regulación y transparencia en la familia real, que emana del principio constitucional del carácter irresponsable del Rey. Nadie puede ser irresponsable en democracia. Y el único hecho de pronunciar este atributo, por muy bien intencionadas que sean las razones que lo llevaron a la Constitución, equivale a lanzar un signo equívoco, que inevitablemente genera confusión en la misma familia real. Si a ello añadimos la legitimidad aristocrática como fundamento y los rituales de exaltación que acompañan las apariciones públicas de los miembros de la familia, es difícil que estos no tengan el sentimiento de estar por encima de la ciudadanía. Y cuando se adquiere esta conciencia, la sensación de impunidad acude fácilmente a la cita.
Estos días es frecuente la pregunta sobre si el caso Urdangarin afectará a la continuidad de la Monarquía. La Monarquía se justifica por su utilidad. Fue útil durante la Transición. Y es dudoso que ahora lo siga siendo. Sin embargo, la crisis salvará a la Monarquía. La ciudadanía está demasiado abrumada por las dificultades de la vida cotidiana y demasiado asustada por el discurso catastrofista con que se intenta neutralizarla, como para meterse ahora con otro problema más: una crisis constitucional para cambiar el modelo de Estado. Pero esto no impide decir que la Monarquía sale seriamente dañada de este episodio, como muestran las encuestas, porque el caso Urdangarin ha extendido la sombra de la duda sobre ella; que es imprescindible una mayor reglamentación de los comportamientos y de los límites de la familia real; y que el príncipe Felipe tendrá que convencer a la ciudadanía de que la Monarquía todavía sirve para algo.
La biografía del Rey Juan Carlos tiene todos los elementos para que un autor teatral reviva las tragedias clásicas. La accidental muerte de su hermano que le abrió el camino; los desencuentros con su padre, que tuvo que renunciar a sus derechos legítimos para que el entonces príncipe fuera aceptado por Franco; las trifulcas palaciegas durante la agonía del dictador; la entronización por la dictadura; la traición al régimen que le coronó, para abrir paso al régimen democrático; la caída en desgracia de su escogido, Adolfo Suárez; el episodio del 23-F, en el que la balanza acabó cayendo del lado bueno y el Rey apareció reforzado como garante de la democracia; las complicadas relaciones con los diferentes presidentes del Gobierno en un régimen con dos cabezas, la aristocrática y la democrática; y ahora los rumores de conspiraciones para arrancarle una abdicación en beneficio de su hijo. Todo ello compone un retablo propio de una institución muy arcaica. Tengo para mí que don Juan Carlos tiene claro que ha de reinar hasta el final: a rey muerto, rey puesto. Plantear la abdicación abriría un debate de consecuencias imprevisibles.
En estas circunstancias, el caso Urdangarin, en la fase otoñal del monarca de la Transición, inevitablemente dejará secuelas en el terreno abonado de las complicadas relaciones familiares, y habrá servido para la desmitificación de la institución a ojos de los ciudadanos. El objetivo principal para la Corona es, ahora, salvar a la Infanta. Con el mensaje implícito de que el problema son los sobrevenidos que no conocen las normas no escritas del comportamiento de la familia real. La Monarquía siempre se protege con criterios de sangre. Con lo cual a Urdangarin le toca pagar por sus responsabilidades y asumir el papel de chivo expiatorio para que no se extiendan las sombras. Hay quien dice que para las instituciones probablemente sería mejor que Urdangarin fuera condenado. Por lo menos se mantendría la ficción de que todos somos iguales ante la ley.
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